13.11.08

NADA, por Raquel Astorga


Imagen digital de Víctor Sáez


Es de caballeros ceder el asiento a quien se considere puede necesitarlo; en el caso de Raquel no es que ella necesite nada; somos nosotros, mis amigos, los habituales lectores de este blog, los que necesitamos de la lectura de su cuento. Una obrita así no debe perderse entre papeles, clips y bolígrafos en un cajón de una mesa. Merece ser publicado y leído, y mientras eso es así, por derecho propio y en su propio blog, yo, que me precio de ejercer la caballerosidad en la medida de mis posibilidades, cedo gustoso esta ventana al cibermundo a una escritora poderosa que lo será aún más en el futuro. Sea bienvenida y apreciada como se merece.

NADA


Aquella tarde lluviosa cuando abrió la puerta, se encontró con que ella había volado. Unas medias rotas y una vieja liga en el suelo eran la única prueba de que había estado allí.

Se dejó caer en la cama y cerró los ojos. Ni siquiera se había acordado de sacar a pasear al perro, y una mancha de orín se adivinaba en una de las esquinas de la habitación.
Se levantó de la cama y fue al baño, pequeño, renegrido, el paisaje era desolador. Manchas de laca de uñas en el lavabo y una toalla sucia tirada en el bidé, huellas de pies descalzos en el enlosado y una pastilla de jabón mugrienta y babosa en la jabonera. Abrió el grifo y dejó correr el agua mientras clavaba una mirada amenazadora en ese rostro ojeroso y sin afeitar que se presentaba frente a él, y soltó un: “pero que feo eres”.
Calculó la hora, serian cerca de las doce de la noche, y aún tenia que pasar el último cuento a maquina, esta vieja manía de escribir cuentos le hacía sentir mas importante.
Llegó hasta la nevera y al abrirla un olor a vacío inundo todo. Cascos de cerveza, y nada, -menuda palabra- “nada”, como casi todo en su vida, lamentablemente llena de “nadas”.

Apretó el botón de encendido del televisor y se sentó frente a el, cogiendo el cenicero y con un gesto entre cómico y penoso hizo como si apretara un botón del mando a distancia. De la pantalla en blanco y negro surgió un brote de luz, un punto que fue agrandándose poco a poco hasta llegar a aparecer la imagen de Humphrey Bogart.
Cuanto daría por poder cambiar los papeles y ser él quien abrazase a Ingrid Bergman, ¡que boca tenía!, esa clase de mujeres solo existían en las películas, y se tranquilizó pensando que seria absurdo tener una mujer de esa clase porque no se atrevería a tocarla.

Terminó maldiciéndose por ser un jodido sentimental y llorar en el finar de la película, tras la despedida de Ingrid y Bogart.
De nuevo la malévola “nada” hacia eco en el apartamento, sabía que tenia que llamar a Enrique, pero como tantas otras veces, la falta de palabras se materializaba en la distancia al teléfono, empujándolo hacia atrás.
Enrique era la única persona que siempre sabía donde estaba Carmen, entre otras cosas porque siempre que desaparecía estaba con él.
Después de tantos años seguía sin saber cómo empezó todo, y era inadmisible su manera de claudicar ante las apetencias de ella. Quizás por que era lo único que salvaba su caótico vacío, o mejor aún ¿Por qué la quería?, ¿realmente la quería?, posiblemente no, definitivamente, no, pero vivía de la necesidad que ella había inventado en su cabeza.

Carmen!, tienes que escuchar algo, no puedo seguir así, tienes que elegir. Y era entonces cuando oía la estrepitosa carcajada de ella haciéndole sentir como un completo imbécil.

Quizás fuese esta otra de las cosas que tenía que dar por perdida en su ya arrastrada lista. Y por unos momentos se sintió el protagonista de ese lobo estepario que tantas veces había leído. Entonces adoptando una posición de gladiador romano dijo en alto: “mi mundo de seres humanos había desaparecido, estaba completamente solo, y por amigos tenia a las calles”. Cerró los ojos y escuchó la ovación de un público inexistente entre los que adivinaba a Henry Miller aplaudiendo como uno más.
-¿Qué haces loco insalvable?.
Allí estaba ella, había abierto la puerta y él ni siquiera se había dado cuenta envuelto en el calor de la ovación. Aun mantenía en alto el cenicero como de una estatua ridícula se tratara. No consiguió articular palabra, ni fue capaz de moverse mientras ella recogía unas cuantas cosas y las guardaba en su bolso. Ni tampoco se movió cuando el perro mordisqueó el bajo de sus pantalones intentando jugar.
-He estado toda la tarde esperándote, me voy, Enrique está abajo, ya te llamaré, no olvides sacar al perro, ah! El cuento que escribiste ayer no lo pude leer… de todas formas tampoco los he entendido nunca, adiós.
Y se marchó…, dejando una estela de perfume en toda la habitación.

Dirigió una mirada de complicidad al perro, al fin y al cabo era el único que le hacía compañía en esas excéntricas noches de soledad dolorosa. Ni siquiera quedaba whisky para de su mano volver a la irrealidad de los sueños.

Para qué seguir, notaba, mientras dejaba caerse nuevamente en el sofá, cómo su corazón se rompía en mil pedazos, cómo le estaba llevando a una serena tranquilidad cada uno de esos trocitos esparcidos por la realidad que le invadía. No importa, pensó, mi partida hacia la nada llevaba meses anunciándose, ya se lo dijo el médico aquella tarde cuando sintió la primera punzada. Ahora Carmen me hará caso, es lo más rotundo que le puedo demostrar.

Aún le quedaron fuerzas para cambiarse de ropa, incluso afeitarse para estar guapo cuando ella llegara. Y se tumbó colocando cada parte de su cuerpo para que quedara de una forma que luego no diera problemas. Y todo empezó a alejarse, a no importarle nada…¡lástima!, pensó, he olvidado echarme perfume para gustarle más, y se fué junto con todos los cuentos que había escrito siendo el protagonista de cada uno de ellos.

Cuando Carmen abrió la puerta al día siguiente encontró una nota sobre la mesita de la entrada: “Para Carmen”, ponía; y dentro… un cuento.

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