26.3.09

Ya nada

De pronto, la congoja de tu ausencia.
Arrugada, el alma se resiente.
Y al buscar un camino que te traiga
encuentro las fronteras clausuradas.

Agarrado a las telas de metal
que separan mis recuerdos de tu vida
los perros del olvido me ladran y desgarran,
azuzados por tu indiferencia.

Yo en nuestro mundo, tú en el tuyo.
Y entre los dos, ya nada.

22.3.09

El hotelito

Bed, Roar & Breakfast. Fotografía tomada de internet



Elvira y yo tomamos el tren que nos conduciría desde el aeropuerto de Gatwick hasta Brighton, lugar en el que se encontraba nuestra hija Marta desde hacía ya casi un año. Cargado cada uno con su pequeña maleta, abrigo, bolsas y el sombrero de viaje que suelo llevar cuando me traslado, se nos hizo realmente complicado encontrar un asiento libre en ese ferrocarril, cargado de ingleses que volvían de la City de trabajar y algún que otro español que volvía de vacaciones. A éstos les esperaba de nuevo el bar, el restaurante o el hotel donde, por menos de cinco libras esterlinas la hora, se ganaban el sustento mientras aprendían inglés. La gente que iba a bordo del tren, fuera de la nacionalidad que fuera, iba ensimismada en sus elucubraciones, callada, pensativa. Se podía palpar en el ambiente que cada uno iba a lo suyo, y encima de cada cabeza podía verse un bocadillo tipo cómic, una pequeña nube unida al pensante por varias nubecillas pequeñas, albergando pensamientos de todo tipo, unos monocromos y otros a todo color, y todas esas nubecillas, alojadas en el espacio entre las cabezas y el techo del vagón, se unían a las del viajero de al lado formando un manto aborregado de nubes con pensamientos, de colores variopintos en algunos extremos pero generalmente grises y plúmbeos.

Mis dotes de observación me mantuvieron ojeando el cielo interior del tren durante todo el trayecto. De vez en cuando, cuando el viajero acudía a la realidad, al paisaje de la ventanilla o al sándwich que traía en la mochila, su nube pensativa se esfumaba, y solo cuando quedaba absorto de nuevo, con la mirada en el infinito, se formaba de nuevo la nube pensante sobre su cabeza. En el caso de Marta, nuestra hija, también pude ver, en algún momento en el que no conversábamos, los pensamientos de su empeño en, primero, conocer bien el idioma del Imperio, y después, orientar por sí sola su vida y su futuro. Bendita sea. Por suerte, no pude ver pensamiento alguno en ella más que ese.

Marta nos había reservado habitación en uno de los muchos Bed & Breakfast que existen en Brighton, privilegiado lugar al sur de la isla, bañado por el Canal de la Mancha y lugar de veraneo de los pudientes londinenses. En el seafront o Paseo Marítimo se yerguen varios de los más importantes hoteles de la ciudad, todos de gran lujo, con porteros vestidos de librea y chistera con ribetes dorados.

Ese hotelito estaba regido por un inglés y un escocés, y es necesario decir sin remilgos que eran gays y formaban una pareja estupenda. Uno de ellos más amanerado que el otro, lucían los dos unos modales exquisitos que no sabíamos si provenían de su condición de británicos, de gays o de ambas cosas a la vez. Es caso es que, con suma amabilidad, nos recibieron a Elvira y a mi en el minúsculo hall de la entrada, y tras las presentaciones –este tipo de hotelitos es así, entre familiar y distante- nos indicaron nuestra habitación, que se encontraba, como era de esperar, en el segundo piso. Las escaleras de estas casas de familias inglesas reconvertidas en hoteles son terribles, de empinada inclinación y peldaños cortos, enmoquetados, con una barandilla baja imposible de agarrar sin agacharse. Muy educadamente eludieron llevarnos bulto alguno, así que Marta, Elvira y yo nos repartimos la carga y seguimos los pasos del más femenino –Mark, creo que se llamaba y así lo nombraré en adelante-. Al llegar al descansillo del primer piso observé que Mark cambiaba el tono de voz y sus modales se hacían más bruscos, dándose prisa en abandonar el rellano e instándonos a seguirle más rápidamente. Casas oscuras éstas, no había luz en el rellano del primer piso, pero el resto de la casa estaba todo iluminado. Si a Mark le entró prisa y un cierto desasosiego al pasar por ese descansillo no fue, desde luego, por la falta de luz. Le ví mirar de reojo a la puerta de la habitación número 11 y aligerar el paso a continuación. No sé qué pudo producirle esa sensación de agobio, ese cambio de tonalidad en la voz, esa indisimulable angustia que le entró, pero pensé que viviendo como él vivía en ese hotel, siendo ese su trabajo diario, mal podría superarse vivir siempre sometido a tal congoja. Detrás dejamos a Paul, el otro del tándem, que desde abajo nos miraba subir, dándose la vuelta y entrando en la cocina cuando ganamos el primer piso.

Llegó la noche y tras acomodar nuestras pertenencias estratégicamente repartidas por la habitación (reconozco que mi mujer y yo somos especialistas en diseminarlo todo para tenerlo todo a la mano), Marta quiso que saliésemos a dar una vuelta a conocer el centro de Brighton. Yo ya había estado hacía un par de años, pero para Elvira era la primera vez y aceptamos gustosos la propuesta de mi hija. Nos arreglamos, me coloqué el sombrero gris de los viajes, agarramos el abrigo y la bufanda y salimos de la coqueta habitación pasadas ya las diez de la noche. Mark, a nuestra recepción, nos entregó una llave que, según él, abría la habitación, la puerta de acceso al hotel y la cancela exterior. Una sola llave abría todo. En una primera instancia me pareció una gran idea no tener que cargar con llaves diferentes y, como no era un hotel al uso, tampoco dependeríamos de conserjes dormitando a los que despertar. Pero luego no pude por menos que preguntarme que, si otros huéspedes tenían una llave similar, que abriese cancela, puerta del hotel y habitación, a la fuerza esa llave podría –debería- abrir también la mía, y la mía debería poder abrir la suya. Apliqué la lógica del silogismo: si K (mi llave) abre A (la cancela) y abre B (puerta del hotel) y C (puerta de mi habitación) y K’ (llave de otro huésped) abre también A y también B, por fuerza tendrá que abrir no solo C’ (su habitación) sino también C (la mía). O sea, que estamos vendidos, dije yo. Menos mal que las libras que traíamos las llevaba Elvira en su bolso y apenas había nada de valor en la habitación. Además, a qué desconfiar de un lugar aparentemente tan confiable.

Pero llegamos al primer piso. La luz, como ya dije antes, estaba apagada, y el interruptor de la pared no funcionaba. Agarrados Marta a mí y Elvira a Marta, me dejaron el primer lugar exploratorio, la cabeza de una expedición que intentaba sortear los dichosos peldaños enmoquetados. Pobremente iluminado el descansillo del primer piso, como dije, sin querer calculé mal el número de peldaños de la escalera bajante y, cargado de abrigo y sombrero, me adelanté con un traspiés en un conato de caída frontal que amortiguó la puerta de la habitación número 11. Marta, que me seguía agarrada a la cintura de mi pantalón y Elvira, agarrada a la misma zona del pantalón de Marta, chocaron entre sí y contra mí y los tres fuímos a estrellarnos contra esa puerta. Nos quedamos de piedra, asustados por el ruido que, sin querer, estábamos metiendo en el hotelito, a esas horas sumido en una paz que a mi me pareció tremendamente fúnebre. Tras el golpe y nuestro silencio, detrás de la puerta se oyó una especie de rugido animal, no muy alto pero sí muy claro que indicaba que alguien o algo había sido molestado en su descanso o en su sueño. Desde luego, el sonido no parecía humano, y solo gimió una vez. No voy a relatar aquí a la velocidad de vértigo con la que los tres bajamos las escaleras hasta la planta baja, porque es fácil de imaginar. Solo diré que en un plis plas estábamos los tres en la calle, muertos de miedo y alzando la vista hacia la habitación del primer piso, de donde suponíamos provenía el rugido, cuyas cortinas estaban herméticamente cerradas. Una risa nerviosa nos invadió a los tres, que agarrados solidariamente del brazo ante el miedo, aligeramos el paso por la Lower Rock Street en dirección al centro de la ciudad.

Recorrimos una calle larga mientras intentábamos olvidar lo que nos acababa de ocurrir, sin querer darle más importancia. Pero es cierto que, en nuestro interior, resonaba aún ese sonido gutural, extraño, irreconocible, que atravesó la puerta número 11 e inundó el descansillo del primer piso.

Al final de la calle nos encontramos al pie de un reloj victoriano que, a modo de obelisco cronométrico, se alzaba un par de metros sobre la acera marcando un cruce de calles, que llevaban, por un lado, a de donde veníamos; por otro, a la zona comercial de la ciudad; al sur, directo al seafront, y al norte, a la estación del ferrocarril. Brighton es una ciudad cuya vida depende de ese tren, de esa estación. Esa vía es como un tentáculo que la une a la City, sin la que los locales se sentirían huérfanos de padre y madre, aislados de un mundo sin salida acorralados frente al mar. El tren, su tren, es el cordón umbilical a través del que se alimenta y la “ciudad brillante” se mantiene viva.

Después de tomar unas pintas en uno de los pubs más típicos de la ciudad, se nos hacía tarde y estábamos cansados. Decidimos volver, contentos, familiarmente felices, así que nos encaminamos, contando chascarrillos, de nuevo hacia el hotel. A mitad de camino, conforme apreciamos que estábamos llegando a la Upper Rock Street, cesaron los comentarios jocosos y las canciones que canturreábamos y nos pusimos serios. Recordamos el susto que nos llevamos a la salida del hotelito, y yo, para quitarle hierro a la cosa, conté un chiste malo, que nadie rió… por motivos obvios.

A las puertas del Bed & Breakfast, como jefe de la expedición de tres que éramos, con voz autoritaria y llena de confianza, dije:

-Chicas, nada de histerismos a la hora de subir. Comportémonos como personas racionales que somos y no nos dejemos llevar por supercherías y cuantos de hadas. Seguro que para aquel rugido hay alguna explicación razonable, que ahora no es el momento de descubrir. Así que os quiero serenas y enteras. Mañana, Dios dirá.

Y sacando del bolsillo la llave multiusos, abrimos la cancela, después la puerta de la casa y nos adentramos sigilosamente en el interior. Ni un ruido pudimos escuchar en el pequeño recibidor, y los tres procuramos, una vez cerrada la puerta del hotel a nuestro paso, hacer el mínimo ruido mientras iniciábamos la subida al primer piso, como siempre, en semipenumbra. Delante iba yo, detrás Marta y detrás de ella, Elvira. Haciendo acopio de serenidad y templanza, cuando llegamos al descansillo del primer piso, me paré. –Sigue, papá, no te pares, me espetó Marta, pero yo, para demostrarles que nada ocurría, me detuve, interrumpí el paso y los tres nos quedamos plantados frente a la puerta número 11. Hicimos un silencio y nos miramos. Yo pretendía demostrarles, intentando darles seguridad, que no había nada tras esa puerta, que nada malo acechaba tras ella. Pero en el silencio, tras unos segundos de quietud, pudimos oír el sonido de una respiración profunda que atravesaba la puerta. Una respiración serena, pero fuerte, que nos recordaba el cuento del ogro en el que el protagonista se acercaba a él aprovechando el sueño en el que estaba sumido; la respiración relajada no le quitaba ni un ápice de temor ni de tensión a la situación en la que el pequeño robaba del bolsillo del chaleco las llaves de la despensa. Así nos encontrábamos nosotros, semiagachados delante de la puerta, escuchando en absoluto silencio la respiración profunda de algo que dormitaba al otro lado. Ahí había alguien, eso era seguro, el mismo o lo mismo que a la bajada rugió cuando lo despertamos en nuestra caída. La quietud del profundo respirar no nos dio tranquilidad en absoluto. Por el contrario, confirmaba nuestras primeras sospechas –repito, ahí había alguien-, y, tras mirarnos a los ojos, suplicábamos en nuestro fuero interno que en nuestra habitación hubiera un pestillo lo suficientemente potente como para contener el posible ataque de la bestia. No se nos iba de la cabeza el silogismo “Si K abre A y B y C, K’, que también abre A y B, abrirá, además de C’, C. O sea, nuestra habitación. Así que, cuando llegamos a ella, lo primero que hicimos fue asegurar el pestillo y colocar en la puerta una silla a modo de tranca inmovilizadora.

Tras la liturgia femenina de prepararse para el sueño –limpieza de ojos, tónicos faciales, cremas nocturnas, etc., etc.,- toda ella desarrollada en el más absoluto mutismo, pude limpiarme los dientes e intentar desdramatizar la situación, pero esta vez eludí contar un chiste malo. Dos en la noche eran demasiado.

Nos venció el sueño. La cerveza ingerida había hecho su efecto y ningún monstruo conocido o por conocer hubiera sido capaz de turbar nuestro sueño. Por la mañana, al despertar, ya nos habíamos olvidado de los rugidos y las profundas respiraciones del día anterior, y una vez arreglados y dispuestos, pensando que con la luz del día-¡había sol en Brighton, vaya noticia!- todo se ve de manera distinta, procedimos a bajar al restaurante a tomar el desayuno.

-Will you have a british breakfast?, nos preguntó Paul, y los tres, sin estar seguros de los elementos que componían ese ‘desayuno británico’, asentimos, y pensamos: “Que salga el sol por Antequera”.

Una vez en la mesa, Paul, el que se quedó mirándonos mientras subíamos con las maletas, se acercó a nuestra mesa, y, con un acento irrenunciable, pero haciendo gala de un buen acopio de vocabulario español –que parece ser aprendió con un gay hispano en Sitges-, nos dijo:

-Espero que hayan dormido bien, que todo haya estado a su gusto esta noche. No les ha molestado ningún ruido, isn’t? … Me gustaría pedirles perdón si ayer mi compañero Mark no fue muy amable con ustedes cuando les acompañó a su habitación. Deben entender que Mark no es inglés, es escocés, y sus modales no son precisamente maravillosos, fucking scottish. Además, tiene poca sensibilidad para con los animales, no son como nosotros.

-No, por favor –me adelanté a contestar, su compañero fue extremadamente amable.

-Gracias, sir, pero no pude evitar ver la cara y los gestos que puso cuando pasó cerca de la puerta de Lackey.

-No le entiendo…¿a qué se refiere? –contesté

-Sí…me refiero a Lackey, nuestra perra. Bueno, mi perra. Él no la soporta. Acaba de tener cachorros y aún los está amamantando. Es un cielo de perra, una madre estupenda.

-…???

-La tenemos encerrada, por el momento, en la habitación número 12. Es la más tranquila. Hasta que los cachorros puedan valerse por sí mismos. Pero Mark… eso no lo entiende.

-¿En la puerta número 12? ¿No será en la 11?

-No, no… la 11 lleva cerrada hace meses. Tuvimos un desagradable incidente. Un huésped se suicidó en esa habitación. Estaba loco. Durante toda su estancia decía que oía gruñidos y respiraciones extrañas por la noche. Una de ellas, parece ser que presa de una desgarradora angustia, se colgó de una sábana atada a una percha. La mente, que es capaz de inventar las cosas más terribles.

Elvira, Marta y yo nos miramos…y como pudimos, engullimos aquel british breakfast con salchicha que teníamos por delante.


16.3.09

El asalto (relato completo)

Grupo de brigadistas internacionales. Fotografía tomada de internet



Es cierto que era una mañana fría, gélida diría yo, y el cielo estaba colmado de nubes plomizas que amenazaban lluvia. Todos los soldados, nacionales y republicanos, como cualquier persona inmersa en una situación de peligro vital, se dedicaban momentos de introspección, de análisis y de recogimiento en algún momento del día. El sargento Casariego, por ejemplo, se lamentaba en su interior de su mala fortuna, especialmente en los momentos previos al levantamiento en los que fue, de manera ideológicamente torpe, seducido para la causa por su superior. El capitán de su compañía le había comentado, en un aparte, bajo la promesa del más sagrado secreto, que algo muy gordo y muy bueno para España estaba a punto de suceder, y que había que amarrarse los machos en los días venideros. Que contaba con su fidelidad por su bien y por el de la Patria, y que, una vez el nuevo orden imperara en esa sufrida España en manos de comunistas, esos exabruptos blasfemos que vertía a menudo habrían de ser eliminados de su procaz vocabulario. Cuanta estupidez, pensaba para sí Casariego, tener que soportar lecciones morales de un fascista como ese. Yo puedo ser tosco y vulgar –se decía-, sin educación académica -¡cuánto me hubiera gustado estudiar!- pero tengo cultura suficiente como para saber lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo y lo que no lo es, que bastante bagaje cultural me parece eso, aunque no sea un erudito. Y si blasfemo de vez en cuando es por mi rabia contra un Dios que me pintan misericordioso y lleno de bondades pero que permite horrores como la guerra y el asesinato. Casariego estaba en los nacionales porque le pilló allí el Alzamiento, aunque tampoco hubiera sido feliz en el otro bando. Sobre todo después de ver los desmanes que estaban cometiendo algunos radicales. Todas estas consideraciones rondaban en la mente del sargento en los pocos segundos previos al asalto de la choza.

Dentro de ese caserón de aperos, donde se encontraban los utensilios usados en las labores del labrado de la tierra, dormitaban relajados los brigadistas. Uno de ellos, el soldado Oleksiy, ordenado por el brigada Jones a labores de vigilancia, merodeaba alrededor de la casa pasando frío, con el mosquetón cargado y un gorro polar que se había traído desde Odessa, su ciudad de nacimiento. El soldado Oleksiy pertenecía a un familia comprometida con el PCUS, de cuya organización local era miembro activo. Su fe en la redención de la clase obrera y el sometimiento de las oligarquías al Estado eran un objetivo claro de la revolución bolchevique que cambió el curso de la historia en su país 20 años atrás. Combatir contra el fascismo era, además, una tarea perentoria que había que llevar a cabo antes de que el cáncer fascista corroyera a la sociedad europea. El soldado brigadista Oleksiy pensaba en todo eso en el tren que lo traía a España a través de Francia, ya lejos de su casa. Pero, una vez llegado a esta tierra de discordia, intentaba no pensar en ella. La familia, los hijos, los amigos quedaron atrás, a orillas del mar Muerto, y prefería hacer lo posible por retirarlos de su mente, quizá apesadumbrado porque su decisión, como la de todos los brigadistas internacionales, fue voluntaria; a lo hecho, pecho, no valían ahora arrepentimientos.

El soldado Duchamp había salido, enviado por el brigada que mandaba su sección, a la búsqueda de setas; los días anteriores había llovido y Duchamp se jactaba de ser un gran recolector de hongos y de trufas. En una zona de monte bajo, como esa, encontrar trufas era poco menos que imposible, pero sí podían verse setas, champiñones y algún espárrago. Así que pertrechado de una canasta de mimbre que había colgada en la choza y con el mosquetón en bandolera, se dispuso a recorrer los aledaños buscando su objetivo.

Pero le estaba costando trabajo al soldado Duchamp encontrar las setas que había ido a buscar. Alejado, con el permiso de Jones, bastantes metros de la caseta, en sentido norte, el soldado Duchamp, mientras husmeaba los pastos y los recodos del camino, pensaba en la buena suerte que le había tocado con esta unidad de brigadistas. Casi todos sus componentes eran personas formadas, cultas, altruistas, que habían decidido ayudar, bajo la bandera tricolor de la república y su estrella roja de tres puntas, al gobierno de la República que gobernaba España. No ocurría así en la unidades reclutadas por el PCUS de París, compuestas, en su mayoría, por mineros de Centroeuropa, estibadores y cargadores de los principales puertos europeos, miembros del ejército ex-combatientes de la primera guerra mundial, afroamericanos y orientales naturales de suburbios neoyorkinos.

El soldado Duchamp tuvo suerte. Pudo zafarse de la refriega por pura casualidad. El ataque de los nacionales al caserón en el que su unidad se cobijaba se hizo en absoluto silencio y al abrigo de toda sospecha. No hay nada peor para un jefe militar –el brigada Jones- que la confianza. O peor, el exceso de confianza. El grupo de milicianos de las Brigadas Internacionales había llegado hacía dos días a esa choza grande donde los lugareños guardaban los aperos de labranza. Sacar algún fruto a los campos vecinos era ya tarea baldía, como baldío estaba el labrantío por mor de la guerra. A falta de otro lugar donde guarecerse del frío que asolaba la zona, no vieron mejor sitio; realmente, no había otro.

Pero eso mismo debió pensar el sargento Casariego, al mando de una unidad de 15 fusileros con sede en el cuartel de Ciudad Real. Cansados y creídos de que la victoria final –su victoria- estaba cerca, pensaron que Despeñaperros sería un perfecto lugar para esconderse y esperar la órdenes necesarias para volver a casa.

Cuando el sargento Casariego supo que el soldado ojeador había descubierto una choza grande al borde de un camino y abrigada del viento por una pequeña colina, se dispuso a tomarla, pensando que nadie habría en ella, feliz del hallazgo. No tenía noticias de que los milicianos republicanos estuvieran por esos lares, al menos no tan cerca. Pero estaban. El soldado avanzadilla observó la presencia en el caserón de movimiento de gente armada, y era evidente que no eran de los suyos. Tampoco parecían españoles, por lo que dedujo de inmediato que eran brigadistas.

-¡Soldados!, alertó el sargento. A doscientos metros de aquí hay una choza que al parecer da cobijo a milicianos comunistas. Vamos a proceder a tomar ese puesto. Preparad vuestras armas y estad atentos a mis órdenes.

Las palabras del sargento cayeron como un jarro de agua fría sobre los quince fusileros. Se venía hablando en los pueblos que el grupo recorrió en los últimos días que el fin de la guerra estaba presto y que la victoria del Glorioso Alzamiento Nacional era un hecho. Como quien ve, al final de un túnel, una luz salvadora, los miembros del ejército alzado, y en particular los miembros de esta unidad perdida en los aledaños de Despeñaperros veían en las noticias que se filtraban la llegada de una paz vencedora que acabaría con la miseria de la guerra, de esta guerra entre hermanos. Cerca la victoria, no merecía la pena luchar ni un minuto más, nadie quería matar innecesariamente, mucho menos morir por nada. El fin de la guerra se tocaba con la punta de los dedos y ellos, los nacionales, estaban a punto de ser los ungidos, los protagonistas de la historia, los vencedores.

Nada parecido ocurría en este grupo de brigadistas que apoyaban a la República. Sin poder imaginar las represalias que los días, meses y años posteriores al fin de la guerra traerían consigo para todo el que hubiere apoyado al gobierno legalmente constituido, sentían la frustración enorme de haber perdido no solo la guerra; también la defensa de su propia causa, de sus propios ideales, de sus objetivos personales, altruistas, filantrópicos, aquellos que les llevaron a exponer sus propias vidas por una tierra que no era la suya, por un país que no era el suyo, por unas gentes que no eran sus paisanos, pero sí por una idea de libertad que era patrimonio de muchos.

Sigilosamente, escondidos y en silencio entre los matorrales, se apostaron los quince fusileros de frente a la choza. Todos esperaban las órdenes del sargento para lanzar granadas de mano por los dos ventanucos, con el fin de aniquilar a los que hubiese dentro o hacerlos salir maltrechos por la metralla. En un momento de esa tensa espera, el soldado Oleksiy, como un autómata, la mirada perdida, se sacó del cinto la pistola, se bajó el mosquetón del hombro y depositó las dos armas en el suelo. Se quedó firmes y quieto, mirando al cielo lejano, que a cada segundo se volvía más negro. A continuación, se abrió la puerta del caserón y, uno a uno, desarmados, fueron saliendo los brigadistas, la cabeza alta, en silencio, exponiéndose de espaldas a la casa, mirando al horizonte negro de lluvia que se avecinaba. El último en salir fue Jones, el brigada al mando de la unidad. Desarmado también, sus pasos se encaminaron lentamente, como todo el proceso descrito, al frente del grupo, de espaldas a la choza, mirando al horizonte. Quietos, brazos caídos, miradas perdidas, se ofrecían al destino sumisos, pero sin miedo, orgullosos y altivos.

El sargento Casariego ordenó no disparar. Los quince soldados a su mando mantuvieron sus posiciones y él se acercó lentamente pistola en mano. Frente a frente con el brigada, le miró a los ojos, pero estaban vacíos. No había expresión ni luz en ellos. Eran como ojos de cristal, sin nada en su interior. Como zombies, sin miedo, sin prisa y sin angustia, los brigadistas comenzaron a andar, despacio, en diferentes direcciones, dispersándose por las cercanías de la casa, como muñecos con cuerda pero sin alma, esperando la ráfaga de ametralladora que los hiciera caer, el disparo que los hiciera tumbar, la granada que los hiciera morir. Pero nada de eso ocurrió. El sargento Casariego, observando cómo se alejaban pausadamente, con rumbo desconocido, vencidos, muertos por dentro, enterrados en su propia amargura, decidió dejarlos ir, no cerrarles el paso, olvidarse de ellos, si es que alguien puede olvidarse de alguien en una situación así.

Desde lejos, el soldado Duchamp observaba la escena tras una roca con un canasto medio lleno de espárragos, setas y champiñones. Era el único de su grupo de conservaba la cordura, el miedo, la realidad, y fue el único que pudo relatar lo ocurrido muchos años después. Entre los quince soldados del cuartel de Ciudad Real se hizo un pacto de silencio y nunca nadie publicó el perdón que Casariego cedió a los brigadistas de la choza. El castigo por ese acto pudo haber sido un Consejo de Guerra y el paredón. Pero él, al mando de una parte del ejército vencedor, decidió ser el primero en iniciar una reconciliación que no llegaría de manera efectiva a este país hasta bien pasados los años ochenta.

6.3.09

Juliana (y II)


Foto tomada prestada de internet


En un momento determinado del vuelo, la azafata ofreció a los pasajeros un refrigerio. Constaba de sándwiches envueltos en bolsitas de celofán, rellenos de jamón y queso de barra y una bebida, a elegir. Cuando el carrito se paró junto a nuestra fila, Juliana me miró, como pidiéndome permiso –pidiendo permiso, en general, al mundo- para comerse uno. Yo me sonreí y ella, cómplice, tomó con gusto el bocadillo en sus manos y bajó la mirada. Los dos sabíamos que uno, tres, cinco bocados daban igual. El origen de su gordura estaba en su mente y en su alma, no en su estómago. Pero, como un acto reflejo, pidió ese perdón interno de los que se saben condenados por los demás siendo inocentes y, adaptados a esa realidad –que no pueden cambiar- deciden someterse a sus criterios, los de ellos.

En la Ciudad de México le esperaba su familia. La de ella. La de él, incluso tanto tiempo después, sentía aún rencor por la muerte de Camilo. Rencor hacia ella, a la que consideraban responsable de su muerte. Hacia ella, la que se lo llevó a un mundo hostil lejos de casa y lleno de peligros. Nunca le perdonaron su connivencia con Camilo, su parejos deseos de prosperidad, su falta de resignación a quedarse en su tierra. Juliana siempre pensó que ella seguiría a su marido donde su marido fuese, y le apoyaría y animaría, en contra de los deseos de la familia. No obstante, durante mucho tiempo mantuvo intacto un sentimiento de culpabilidad imbuido por la duda sobre si su apoyo a la aventura habría sido oportuno o no, acerca de si hizo lo que tenía que hacer. Pero en el fondo de su corazón sabía que él, Camilo, desde donde fuera que estuviese, nunca la culparía.

Después del aterrizaje, parado el avión, tomamos cada uno su equipaje. Yo, mi mochila donde llevaba mis pocas pertenencias; el resto iba facturado. Ella, con su bolsa de plástico llena de… ya supe qué, y su inseparable bastón, con el que formaba el trípode que mantenía sus carnes generosas. Ya en la terminal, tras recoger el equipaje y antes de salir a la sala donde esperaban los familiares, Juliana se paró, me miró a los ojos y, metiendo la mano en la bolsa de plástico, me dio uno. ¡Gracias¡, me dijo. Y con una sonrisa amplia que la hacía aún más bella en su inmensidad, salió en busca de sus hermanos. Yo, parado, la ví marchar. Cuando atravesó la puerta, volví la mirada hacia mi mano, que sostenía el librito que me regaló. Se titulaba: “Cómo ser feliz en los Estados Unidos”, por Juliana Melgoza. En su interior, todas sus páginas estaban en blanco.

3.3.09

Juliana (parte I)

Frontera Estados Unidos (izquierda) - México (derecha). Bajada de internet.

Por razones de orden práctico, el viaje de vuelta de México tuve que hacerlo solo. Unos días de trabajo intenso me esperaban y no tenía sentido que Elvira me acompañara. Al fin y al cabo, ella ya consiguió su prejubilación y a mi me parece estupendo que goce de ella. Vendrá con unos amigos dentro de unos días. Respecto al hecho de viajar solo muchos pensarán que, de alguna manera, es una opción aprovechable, una opción de disfrutar un poco de la soledad, más aún cuando habitualmente se viaja acompañado. En mi caso, viajar solo únicamente te libera en el sentido de que no he de ocuparme de otra cosa sino de mi mismo.

En el primer tramo de mi viaje de vuelta, acomodado ya en el asiento del avión que me había tocado en suerte, se sentó a mi lado una señora que de pronto apareció en medio del pasillo. Yo ya pensaba que habían cerrado las puertas de la aeronave, pero faltaba ella. Faltaba hasta que llegó porque se movía lentamente y accedió al avión la última. Entró cargada de una bolsa de plástico llena de no pude saberlo y manejando en la otra mano un bastón en el que torpemente apoyaba sus más de 130 kilos de peso. Joven (más que yo) le calculé unos cuarenta y pocos años, con unas facciones hermosas que la gordura no había podido borrar de su rostro.

La mirada de esta mujer albergaba lo que a mi me pareció un sentimiento de culpa por el mero hecho de ser una mujer obesa. No me extrañó. En esta sociedad que tanto valora el aspecto exterior y sus escuálidas formas –y al igual que ocurre con el tabaco- ser entrado en carnes, ser obeso, está mal visto y o bien indica (ante un subconsciente colectivo debidamente moldeado por algunos medios de comunicación) falta absoluta de voluntad y dejadez personal o bien indica ignorancia y falta de cultura, o bien todo eso junto.

La mujer permaneció durante casi todo el vuelo callada, haciendo verdaderos esfuerzos por mantener sus carnes dentro del territorio personal que su asiento le tenía asignado. Fingí no darme cuenta de eso y olvidé deliberadamente bajar el brazo del sillón que dividía ambos lugares, para darle un respiro y no constreñirla más de lo necesario. Bastante esfuerzo estaba haciendo ella para no desparramarse hacia mi lado.

Por un momento, al comprobar que dos filas más adelante quedaba un asiento libre, sentí la tentación de mudarme, más por ofrecerle la tranquilidad a ella de no tener que preocuparse por mi que porque yo estuviera realmente incómodo. Sin embargo, pensé que levantarse podría ser interpretado como un rechazo a su gordura, a su presencia a mi lado o a la molestia que compartir asiento junto a ella podría suponer. Por ello decidí quedarme en mi asiento y darle, además, algo de conversación.

El trayecto no era largo, apenas una hora de vuelo desde Guadalajara a la Ciudad de México. Sin embargo, dio mucho de sí la charla, que ella agradeció, lo sé, pasando de una situación de incomodidad manifiesta por su parte a la sensación de tranquilidad y relajo que puede dar sentirse aceptada, compartida y estimada. Eso intenté y creo que conseguí.

Aparte de los prolegómenos que a ambos nos situaban en nuestros lugares de origen respectivos –ella vivía en Los Ángeles y yo al sur de Andalucía, en Málaga- tras constatar con una sonrisa los miles de kilómetros que separaban ambos lugares, me contó que se dirigía a México para ver a la familia, a la que añoraba en exceso y a la que estaba castigada a ver solo muy de cuando en cuando.

Nacida en un barrio pobre del Distrito Federal, emigró en los años 90 junto a su marido a los Estados Unidos. Entraron de manera ilegal, como la mayoría de los mejicanos que habitan en ese país, y me aclaró, con cierta vehemencia, que en esos momentos ella no era gorda, que tenía una apariencia normal y unas ganas enormes de comenzar una nueva vida allí donde todos creen que atan a los perros con hot dogs. No tardó en desilusionarse al comprobar que esa tierra de promisión no regala nada a nadie y que las oportunidades de que tanto le habían hablado en su tierra mejicana consistían en trabajos secundarios que los americanos no quieren hacer y que solo personas como ella, que no tienen nada que perder, pueden y quieren aceptar. Es la eterna historia de la emigración.

A los pocos meses de compartir con su marido una habitación en un barrio chicano de Los Ángeles, circunstancias que aún, tiempo después, no ha podido aclarar del todo, situaron a su marido en un lugar equivocado a la hora equivocada. El lugar era un supermercado donde Camilo, que así se llamaba el hombre, entró para comprar pan para la cena; la hora, la que eligieron dos desalmados para entrar en él y atracarlo. La mala suerte quiso que la bala que rebotó en la columna de hierro situada detrás de la caja fuera a estrellarse contra su cráneo, esparciendo sobre el pavimento la vida y las ilusiones de un hombre honrado. La situación de ilegal de la pareja, de ella ya en este caso, le impidió darse a conocer y organizar la repatriación del cuerpo de su marido, so pena de ser expulsada del país con escasas expectativas de vuelta. Así, Juliana, que así se llama mi nueva amiga, haciendo tripas de un corazón herido por la muerte de su esposo, evitó su presencia en la policía, dejando los trámites a otro mejicano conocido que estaba en mejor situación legal.

El cuerpo de Camilo pasó al Los Angeles County Cemetery, sección indigentes, lugar donde entierran a personas documentadas pero faltas de fondos. Allí, en un nicho alto, tanto que cuesta acceder a él como no sea en escaleras, todos los domingos Juliana se las ve y se las desea para colocar ramitos de flores rojas, bañadas por el rocío de sus lágrimas compuestas de material salino y tristeza irreemplazable.

Conforme se desarrollaba nuestra conversación, Juliana parecía olvidarse de su extrema gordura y de los complejos que ella le deparaba. Aislada de su cuerpo, solo ella, su mente, sus pensamientos, con la plática desaparecían las obsesiones, las limitaciones, su condición de cuasi invalidez.

Juliana me confesó que comenzó a engordar pocos meses después de la muerte de Camilo. Como si la pena y la tristeza emergieran de dentro hacia fuera, recorriendo el camino que existe entre la profundidad del alma y las vísceras y órganos importantes, e instalándose en la periferia de su cuerpo materializadas en forma de panículos adiposos que conformarían un nuevo aspecto a su fisonomía, radicalmente opuesto al que tenía cuando llegó a los Estados Unidos y que ya no le habría abandonado hasta nuestros días.

Juliana me comentó que había observado cómo conforme la pena aumentaba, pareja a la profundidad de la ausencia de Camilo, ella se hacía más voluminosa de manera proporcional. Apercibida de ese fenómeno, pensó que la única manera de reducir peso podría ser iniciar un proceso de olvido sistemático de Camilo, progresivo, paulatino, firme. Pero dos motivos impedían que tal proceso se iniciara. De un lado, la idea de olvidar a su marido, el hombre con el que proyectó una vida nueva lejos de su país, el hombre al que entregó todo su amor y su cariño, toda su vida, en suma, olvidarlo, digo, le parecía una idea monstruosa, un acto de egoísmo desmesurado. Camilo no se merecía su olvido y, además, ella no estaba preparada para hacerlo. Por otro lado, la tarea de olvidar no podía ser un acto consciente, no podía ser un objetivo a cumplir de manera premeditada y fría, pues cada vez que fuera pretendidamente pasado el recuerdo al sector del olvidos de su mente, lo volvería a hacer presente en su pensamiento, y con ello, la tristeza volvería a apoderarse de su alma y al final se produciría un efecto contrario al deseado. El empeño, pues, resultaba doblemente difícil de cumplir; en primer lugar por convencimiento claro y en segundo lugar, por evidente orden práctico.

(continuará…)