26.3.09

Ya nada

De pronto, la congoja de tu ausencia.
Arrugada, el alma se resiente.
Y al buscar un camino que te traiga
encuentro las fronteras clausuradas.

Agarrado a las telas de metal
que separan mis recuerdos de tu vida
los perros del olvido me ladran y desgarran,
azuzados por tu indiferencia.

Yo en nuestro mundo, tú en el tuyo.
Y entre los dos, ya nada.

22.3.09

El hotelito

Bed, Roar & Breakfast. Fotografía tomada de internet



Elvira y yo tomamos el tren que nos conduciría desde el aeropuerto de Gatwick hasta Brighton, lugar en el que se encontraba nuestra hija Marta desde hacía ya casi un año. Cargado cada uno con su pequeña maleta, abrigo, bolsas y el sombrero de viaje que suelo llevar cuando me traslado, se nos hizo realmente complicado encontrar un asiento libre en ese ferrocarril, cargado de ingleses que volvían de la City de trabajar y algún que otro español que volvía de vacaciones. A éstos les esperaba de nuevo el bar, el restaurante o el hotel donde, por menos de cinco libras esterlinas la hora, se ganaban el sustento mientras aprendían inglés. La gente que iba a bordo del tren, fuera de la nacionalidad que fuera, iba ensimismada en sus elucubraciones, callada, pensativa. Se podía palpar en el ambiente que cada uno iba a lo suyo, y encima de cada cabeza podía verse un bocadillo tipo cómic, una pequeña nube unida al pensante por varias nubecillas pequeñas, albergando pensamientos de todo tipo, unos monocromos y otros a todo color, y todas esas nubecillas, alojadas en el espacio entre las cabezas y el techo del vagón, se unían a las del viajero de al lado formando un manto aborregado de nubes con pensamientos, de colores variopintos en algunos extremos pero generalmente grises y plúmbeos.

Mis dotes de observación me mantuvieron ojeando el cielo interior del tren durante todo el trayecto. De vez en cuando, cuando el viajero acudía a la realidad, al paisaje de la ventanilla o al sándwich que traía en la mochila, su nube pensativa se esfumaba, y solo cuando quedaba absorto de nuevo, con la mirada en el infinito, se formaba de nuevo la nube pensante sobre su cabeza. En el caso de Marta, nuestra hija, también pude ver, en algún momento en el que no conversábamos, los pensamientos de su empeño en, primero, conocer bien el idioma del Imperio, y después, orientar por sí sola su vida y su futuro. Bendita sea. Por suerte, no pude ver pensamiento alguno en ella más que ese.

Marta nos había reservado habitación en uno de los muchos Bed & Breakfast que existen en Brighton, privilegiado lugar al sur de la isla, bañado por el Canal de la Mancha y lugar de veraneo de los pudientes londinenses. En el seafront o Paseo Marítimo se yerguen varios de los más importantes hoteles de la ciudad, todos de gran lujo, con porteros vestidos de librea y chistera con ribetes dorados.

Ese hotelito estaba regido por un inglés y un escocés, y es necesario decir sin remilgos que eran gays y formaban una pareja estupenda. Uno de ellos más amanerado que el otro, lucían los dos unos modales exquisitos que no sabíamos si provenían de su condición de británicos, de gays o de ambas cosas a la vez. Es caso es que, con suma amabilidad, nos recibieron a Elvira y a mi en el minúsculo hall de la entrada, y tras las presentaciones –este tipo de hotelitos es así, entre familiar y distante- nos indicaron nuestra habitación, que se encontraba, como era de esperar, en el segundo piso. Las escaleras de estas casas de familias inglesas reconvertidas en hoteles son terribles, de empinada inclinación y peldaños cortos, enmoquetados, con una barandilla baja imposible de agarrar sin agacharse. Muy educadamente eludieron llevarnos bulto alguno, así que Marta, Elvira y yo nos repartimos la carga y seguimos los pasos del más femenino –Mark, creo que se llamaba y así lo nombraré en adelante-. Al llegar al descansillo del primer piso observé que Mark cambiaba el tono de voz y sus modales se hacían más bruscos, dándose prisa en abandonar el rellano e instándonos a seguirle más rápidamente. Casas oscuras éstas, no había luz en el rellano del primer piso, pero el resto de la casa estaba todo iluminado. Si a Mark le entró prisa y un cierto desasosiego al pasar por ese descansillo no fue, desde luego, por la falta de luz. Le ví mirar de reojo a la puerta de la habitación número 11 y aligerar el paso a continuación. No sé qué pudo producirle esa sensación de agobio, ese cambio de tonalidad en la voz, esa indisimulable angustia que le entró, pero pensé que viviendo como él vivía en ese hotel, siendo ese su trabajo diario, mal podría superarse vivir siempre sometido a tal congoja. Detrás dejamos a Paul, el otro del tándem, que desde abajo nos miraba subir, dándose la vuelta y entrando en la cocina cuando ganamos el primer piso.

Llegó la noche y tras acomodar nuestras pertenencias estratégicamente repartidas por la habitación (reconozco que mi mujer y yo somos especialistas en diseminarlo todo para tenerlo todo a la mano), Marta quiso que saliésemos a dar una vuelta a conocer el centro de Brighton. Yo ya había estado hacía un par de años, pero para Elvira era la primera vez y aceptamos gustosos la propuesta de mi hija. Nos arreglamos, me coloqué el sombrero gris de los viajes, agarramos el abrigo y la bufanda y salimos de la coqueta habitación pasadas ya las diez de la noche. Mark, a nuestra recepción, nos entregó una llave que, según él, abría la habitación, la puerta de acceso al hotel y la cancela exterior. Una sola llave abría todo. En una primera instancia me pareció una gran idea no tener que cargar con llaves diferentes y, como no era un hotel al uso, tampoco dependeríamos de conserjes dormitando a los que despertar. Pero luego no pude por menos que preguntarme que, si otros huéspedes tenían una llave similar, que abriese cancela, puerta del hotel y habitación, a la fuerza esa llave podría –debería- abrir también la mía, y la mía debería poder abrir la suya. Apliqué la lógica del silogismo: si K (mi llave) abre A (la cancela) y abre B (puerta del hotel) y C (puerta de mi habitación) y K’ (llave de otro huésped) abre también A y también B, por fuerza tendrá que abrir no solo C’ (su habitación) sino también C (la mía). O sea, que estamos vendidos, dije yo. Menos mal que las libras que traíamos las llevaba Elvira en su bolso y apenas había nada de valor en la habitación. Además, a qué desconfiar de un lugar aparentemente tan confiable.

Pero llegamos al primer piso. La luz, como ya dije antes, estaba apagada, y el interruptor de la pared no funcionaba. Agarrados Marta a mí y Elvira a Marta, me dejaron el primer lugar exploratorio, la cabeza de una expedición que intentaba sortear los dichosos peldaños enmoquetados. Pobremente iluminado el descansillo del primer piso, como dije, sin querer calculé mal el número de peldaños de la escalera bajante y, cargado de abrigo y sombrero, me adelanté con un traspiés en un conato de caída frontal que amortiguó la puerta de la habitación número 11. Marta, que me seguía agarrada a la cintura de mi pantalón y Elvira, agarrada a la misma zona del pantalón de Marta, chocaron entre sí y contra mí y los tres fuímos a estrellarnos contra esa puerta. Nos quedamos de piedra, asustados por el ruido que, sin querer, estábamos metiendo en el hotelito, a esas horas sumido en una paz que a mi me pareció tremendamente fúnebre. Tras el golpe y nuestro silencio, detrás de la puerta se oyó una especie de rugido animal, no muy alto pero sí muy claro que indicaba que alguien o algo había sido molestado en su descanso o en su sueño. Desde luego, el sonido no parecía humano, y solo gimió una vez. No voy a relatar aquí a la velocidad de vértigo con la que los tres bajamos las escaleras hasta la planta baja, porque es fácil de imaginar. Solo diré que en un plis plas estábamos los tres en la calle, muertos de miedo y alzando la vista hacia la habitación del primer piso, de donde suponíamos provenía el rugido, cuyas cortinas estaban herméticamente cerradas. Una risa nerviosa nos invadió a los tres, que agarrados solidariamente del brazo ante el miedo, aligeramos el paso por la Lower Rock Street en dirección al centro de la ciudad.

Recorrimos una calle larga mientras intentábamos olvidar lo que nos acababa de ocurrir, sin querer darle más importancia. Pero es cierto que, en nuestro interior, resonaba aún ese sonido gutural, extraño, irreconocible, que atravesó la puerta número 11 e inundó el descansillo del primer piso.

Al final de la calle nos encontramos al pie de un reloj victoriano que, a modo de obelisco cronométrico, se alzaba un par de metros sobre la acera marcando un cruce de calles, que llevaban, por un lado, a de donde veníamos; por otro, a la zona comercial de la ciudad; al sur, directo al seafront, y al norte, a la estación del ferrocarril. Brighton es una ciudad cuya vida depende de ese tren, de esa estación. Esa vía es como un tentáculo que la une a la City, sin la que los locales se sentirían huérfanos de padre y madre, aislados de un mundo sin salida acorralados frente al mar. El tren, su tren, es el cordón umbilical a través del que se alimenta y la “ciudad brillante” se mantiene viva.

Después de tomar unas pintas en uno de los pubs más típicos de la ciudad, se nos hacía tarde y estábamos cansados. Decidimos volver, contentos, familiarmente felices, así que nos encaminamos, contando chascarrillos, de nuevo hacia el hotel. A mitad de camino, conforme apreciamos que estábamos llegando a la Upper Rock Street, cesaron los comentarios jocosos y las canciones que canturreábamos y nos pusimos serios. Recordamos el susto que nos llevamos a la salida del hotelito, y yo, para quitarle hierro a la cosa, conté un chiste malo, que nadie rió… por motivos obvios.

A las puertas del Bed & Breakfast, como jefe de la expedición de tres que éramos, con voz autoritaria y llena de confianza, dije:

-Chicas, nada de histerismos a la hora de subir. Comportémonos como personas racionales que somos y no nos dejemos llevar por supercherías y cuantos de hadas. Seguro que para aquel rugido hay alguna explicación razonable, que ahora no es el momento de descubrir. Así que os quiero serenas y enteras. Mañana, Dios dirá.

Y sacando del bolsillo la llave multiusos, abrimos la cancela, después la puerta de la casa y nos adentramos sigilosamente en el interior. Ni un ruido pudimos escuchar en el pequeño recibidor, y los tres procuramos, una vez cerrada la puerta del hotel a nuestro paso, hacer el mínimo ruido mientras iniciábamos la subida al primer piso, como siempre, en semipenumbra. Delante iba yo, detrás Marta y detrás de ella, Elvira. Haciendo acopio de serenidad y templanza, cuando llegamos al descansillo del primer piso, me paré. –Sigue, papá, no te pares, me espetó Marta, pero yo, para demostrarles que nada ocurría, me detuve, interrumpí el paso y los tres nos quedamos plantados frente a la puerta número 11. Hicimos un silencio y nos miramos. Yo pretendía demostrarles, intentando darles seguridad, que no había nada tras esa puerta, que nada malo acechaba tras ella. Pero en el silencio, tras unos segundos de quietud, pudimos oír el sonido de una respiración profunda que atravesaba la puerta. Una respiración serena, pero fuerte, que nos recordaba el cuento del ogro en el que el protagonista se acercaba a él aprovechando el sueño en el que estaba sumido; la respiración relajada no le quitaba ni un ápice de temor ni de tensión a la situación en la que el pequeño robaba del bolsillo del chaleco las llaves de la despensa. Así nos encontrábamos nosotros, semiagachados delante de la puerta, escuchando en absoluto silencio la respiración profunda de algo que dormitaba al otro lado. Ahí había alguien, eso era seguro, el mismo o lo mismo que a la bajada rugió cuando lo despertamos en nuestra caída. La quietud del profundo respirar no nos dio tranquilidad en absoluto. Por el contrario, confirmaba nuestras primeras sospechas –repito, ahí había alguien-, y, tras mirarnos a los ojos, suplicábamos en nuestro fuero interno que en nuestra habitación hubiera un pestillo lo suficientemente potente como para contener el posible ataque de la bestia. No se nos iba de la cabeza el silogismo “Si K abre A y B y C, K’, que también abre A y B, abrirá, además de C’, C. O sea, nuestra habitación. Así que, cuando llegamos a ella, lo primero que hicimos fue asegurar el pestillo y colocar en la puerta una silla a modo de tranca inmovilizadora.

Tras la liturgia femenina de prepararse para el sueño –limpieza de ojos, tónicos faciales, cremas nocturnas, etc., etc.,- toda ella desarrollada en el más absoluto mutismo, pude limpiarme los dientes e intentar desdramatizar la situación, pero esta vez eludí contar un chiste malo. Dos en la noche eran demasiado.

Nos venció el sueño. La cerveza ingerida había hecho su efecto y ningún monstruo conocido o por conocer hubiera sido capaz de turbar nuestro sueño. Por la mañana, al despertar, ya nos habíamos olvidado de los rugidos y las profundas respiraciones del día anterior, y una vez arreglados y dispuestos, pensando que con la luz del día-¡había sol en Brighton, vaya noticia!- todo se ve de manera distinta, procedimos a bajar al restaurante a tomar el desayuno.

-Will you have a british breakfast?, nos preguntó Paul, y los tres, sin estar seguros de los elementos que componían ese ‘desayuno británico’, asentimos, y pensamos: “Que salga el sol por Antequera”.

Una vez en la mesa, Paul, el que se quedó mirándonos mientras subíamos con las maletas, se acercó a nuestra mesa, y, con un acento irrenunciable, pero haciendo gala de un buen acopio de vocabulario español –que parece ser aprendió con un gay hispano en Sitges-, nos dijo:

-Espero que hayan dormido bien, que todo haya estado a su gusto esta noche. No les ha molestado ningún ruido, isn’t? … Me gustaría pedirles perdón si ayer mi compañero Mark no fue muy amable con ustedes cuando les acompañó a su habitación. Deben entender que Mark no es inglés, es escocés, y sus modales no son precisamente maravillosos, fucking scottish. Además, tiene poca sensibilidad para con los animales, no son como nosotros.

-No, por favor –me adelanté a contestar, su compañero fue extremadamente amable.

-Gracias, sir, pero no pude evitar ver la cara y los gestos que puso cuando pasó cerca de la puerta de Lackey.

-No le entiendo…¿a qué se refiere? –contesté

-Sí…me refiero a Lackey, nuestra perra. Bueno, mi perra. Él no la soporta. Acaba de tener cachorros y aún los está amamantando. Es un cielo de perra, una madre estupenda.

-…???

-La tenemos encerrada, por el momento, en la habitación número 12. Es la más tranquila. Hasta que los cachorros puedan valerse por sí mismos. Pero Mark… eso no lo entiende.

-¿En la puerta número 12? ¿No será en la 11?

-No, no… la 11 lleva cerrada hace meses. Tuvimos un desagradable incidente. Un huésped se suicidó en esa habitación. Estaba loco. Durante toda su estancia decía que oía gruñidos y respiraciones extrañas por la noche. Una de ellas, parece ser que presa de una desgarradora angustia, se colgó de una sábana atada a una percha. La mente, que es capaz de inventar las cosas más terribles.

Elvira, Marta y yo nos miramos…y como pudimos, engullimos aquel british breakfast con salchicha que teníamos por delante.


16.3.09

El asalto (relato completo)

Grupo de brigadistas internacionales. Fotografía tomada de internet



Es cierto que era una mañana fría, gélida diría yo, y el cielo estaba colmado de nubes plomizas que amenazaban lluvia. Todos los soldados, nacionales y republicanos, como cualquier persona inmersa en una situación de peligro vital, se dedicaban momentos de introspección, de análisis y de recogimiento en algún momento del día. El sargento Casariego, por ejemplo, se lamentaba en su interior de su mala fortuna, especialmente en los momentos previos al levantamiento en los que fue, de manera ideológicamente torpe, seducido para la causa por su superior. El capitán de su compañía le había comentado, en un aparte, bajo la promesa del más sagrado secreto, que algo muy gordo y muy bueno para España estaba a punto de suceder, y que había que amarrarse los machos en los días venideros. Que contaba con su fidelidad por su bien y por el de la Patria, y que, una vez el nuevo orden imperara en esa sufrida España en manos de comunistas, esos exabruptos blasfemos que vertía a menudo habrían de ser eliminados de su procaz vocabulario. Cuanta estupidez, pensaba para sí Casariego, tener que soportar lecciones morales de un fascista como ese. Yo puedo ser tosco y vulgar –se decía-, sin educación académica -¡cuánto me hubiera gustado estudiar!- pero tengo cultura suficiente como para saber lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo y lo que no lo es, que bastante bagaje cultural me parece eso, aunque no sea un erudito. Y si blasfemo de vez en cuando es por mi rabia contra un Dios que me pintan misericordioso y lleno de bondades pero que permite horrores como la guerra y el asesinato. Casariego estaba en los nacionales porque le pilló allí el Alzamiento, aunque tampoco hubiera sido feliz en el otro bando. Sobre todo después de ver los desmanes que estaban cometiendo algunos radicales. Todas estas consideraciones rondaban en la mente del sargento en los pocos segundos previos al asalto de la choza.

Dentro de ese caserón de aperos, donde se encontraban los utensilios usados en las labores del labrado de la tierra, dormitaban relajados los brigadistas. Uno de ellos, el soldado Oleksiy, ordenado por el brigada Jones a labores de vigilancia, merodeaba alrededor de la casa pasando frío, con el mosquetón cargado y un gorro polar que se había traído desde Odessa, su ciudad de nacimiento. El soldado Oleksiy pertenecía a un familia comprometida con el PCUS, de cuya organización local era miembro activo. Su fe en la redención de la clase obrera y el sometimiento de las oligarquías al Estado eran un objetivo claro de la revolución bolchevique que cambió el curso de la historia en su país 20 años atrás. Combatir contra el fascismo era, además, una tarea perentoria que había que llevar a cabo antes de que el cáncer fascista corroyera a la sociedad europea. El soldado brigadista Oleksiy pensaba en todo eso en el tren que lo traía a España a través de Francia, ya lejos de su casa. Pero, una vez llegado a esta tierra de discordia, intentaba no pensar en ella. La familia, los hijos, los amigos quedaron atrás, a orillas del mar Muerto, y prefería hacer lo posible por retirarlos de su mente, quizá apesadumbrado porque su decisión, como la de todos los brigadistas internacionales, fue voluntaria; a lo hecho, pecho, no valían ahora arrepentimientos.

El soldado Duchamp había salido, enviado por el brigada que mandaba su sección, a la búsqueda de setas; los días anteriores había llovido y Duchamp se jactaba de ser un gran recolector de hongos y de trufas. En una zona de monte bajo, como esa, encontrar trufas era poco menos que imposible, pero sí podían verse setas, champiñones y algún espárrago. Así que pertrechado de una canasta de mimbre que había colgada en la choza y con el mosquetón en bandolera, se dispuso a recorrer los aledaños buscando su objetivo.

Pero le estaba costando trabajo al soldado Duchamp encontrar las setas que había ido a buscar. Alejado, con el permiso de Jones, bastantes metros de la caseta, en sentido norte, el soldado Duchamp, mientras husmeaba los pastos y los recodos del camino, pensaba en la buena suerte que le había tocado con esta unidad de brigadistas. Casi todos sus componentes eran personas formadas, cultas, altruistas, que habían decidido ayudar, bajo la bandera tricolor de la república y su estrella roja de tres puntas, al gobierno de la República que gobernaba España. No ocurría así en la unidades reclutadas por el PCUS de París, compuestas, en su mayoría, por mineros de Centroeuropa, estibadores y cargadores de los principales puertos europeos, miembros del ejército ex-combatientes de la primera guerra mundial, afroamericanos y orientales naturales de suburbios neoyorkinos.

El soldado Duchamp tuvo suerte. Pudo zafarse de la refriega por pura casualidad. El ataque de los nacionales al caserón en el que su unidad se cobijaba se hizo en absoluto silencio y al abrigo de toda sospecha. No hay nada peor para un jefe militar –el brigada Jones- que la confianza. O peor, el exceso de confianza. El grupo de milicianos de las Brigadas Internacionales había llegado hacía dos días a esa choza grande donde los lugareños guardaban los aperos de labranza. Sacar algún fruto a los campos vecinos era ya tarea baldía, como baldío estaba el labrantío por mor de la guerra. A falta de otro lugar donde guarecerse del frío que asolaba la zona, no vieron mejor sitio; realmente, no había otro.

Pero eso mismo debió pensar el sargento Casariego, al mando de una unidad de 15 fusileros con sede en el cuartel de Ciudad Real. Cansados y creídos de que la victoria final –su victoria- estaba cerca, pensaron que Despeñaperros sería un perfecto lugar para esconderse y esperar la órdenes necesarias para volver a casa.

Cuando el sargento Casariego supo que el soldado ojeador había descubierto una choza grande al borde de un camino y abrigada del viento por una pequeña colina, se dispuso a tomarla, pensando que nadie habría en ella, feliz del hallazgo. No tenía noticias de que los milicianos republicanos estuvieran por esos lares, al menos no tan cerca. Pero estaban. El soldado avanzadilla observó la presencia en el caserón de movimiento de gente armada, y era evidente que no eran de los suyos. Tampoco parecían españoles, por lo que dedujo de inmediato que eran brigadistas.

-¡Soldados!, alertó el sargento. A doscientos metros de aquí hay una choza que al parecer da cobijo a milicianos comunistas. Vamos a proceder a tomar ese puesto. Preparad vuestras armas y estad atentos a mis órdenes.

Las palabras del sargento cayeron como un jarro de agua fría sobre los quince fusileros. Se venía hablando en los pueblos que el grupo recorrió en los últimos días que el fin de la guerra estaba presto y que la victoria del Glorioso Alzamiento Nacional era un hecho. Como quien ve, al final de un túnel, una luz salvadora, los miembros del ejército alzado, y en particular los miembros de esta unidad perdida en los aledaños de Despeñaperros veían en las noticias que se filtraban la llegada de una paz vencedora que acabaría con la miseria de la guerra, de esta guerra entre hermanos. Cerca la victoria, no merecía la pena luchar ni un minuto más, nadie quería matar innecesariamente, mucho menos morir por nada. El fin de la guerra se tocaba con la punta de los dedos y ellos, los nacionales, estaban a punto de ser los ungidos, los protagonistas de la historia, los vencedores.

Nada parecido ocurría en este grupo de brigadistas que apoyaban a la República. Sin poder imaginar las represalias que los días, meses y años posteriores al fin de la guerra traerían consigo para todo el que hubiere apoyado al gobierno legalmente constituido, sentían la frustración enorme de haber perdido no solo la guerra; también la defensa de su propia causa, de sus propios ideales, de sus objetivos personales, altruistas, filantrópicos, aquellos que les llevaron a exponer sus propias vidas por una tierra que no era la suya, por un país que no era el suyo, por unas gentes que no eran sus paisanos, pero sí por una idea de libertad que era patrimonio de muchos.

Sigilosamente, escondidos y en silencio entre los matorrales, se apostaron los quince fusileros de frente a la choza. Todos esperaban las órdenes del sargento para lanzar granadas de mano por los dos ventanucos, con el fin de aniquilar a los que hubiese dentro o hacerlos salir maltrechos por la metralla. En un momento de esa tensa espera, el soldado Oleksiy, como un autómata, la mirada perdida, se sacó del cinto la pistola, se bajó el mosquetón del hombro y depositó las dos armas en el suelo. Se quedó firmes y quieto, mirando al cielo lejano, que a cada segundo se volvía más negro. A continuación, se abrió la puerta del caserón y, uno a uno, desarmados, fueron saliendo los brigadistas, la cabeza alta, en silencio, exponiéndose de espaldas a la casa, mirando al horizonte negro de lluvia que se avecinaba. El último en salir fue Jones, el brigada al mando de la unidad. Desarmado también, sus pasos se encaminaron lentamente, como todo el proceso descrito, al frente del grupo, de espaldas a la choza, mirando al horizonte. Quietos, brazos caídos, miradas perdidas, se ofrecían al destino sumisos, pero sin miedo, orgullosos y altivos.

El sargento Casariego ordenó no disparar. Los quince soldados a su mando mantuvieron sus posiciones y él se acercó lentamente pistola en mano. Frente a frente con el brigada, le miró a los ojos, pero estaban vacíos. No había expresión ni luz en ellos. Eran como ojos de cristal, sin nada en su interior. Como zombies, sin miedo, sin prisa y sin angustia, los brigadistas comenzaron a andar, despacio, en diferentes direcciones, dispersándose por las cercanías de la casa, como muñecos con cuerda pero sin alma, esperando la ráfaga de ametralladora que los hiciera caer, el disparo que los hiciera tumbar, la granada que los hiciera morir. Pero nada de eso ocurrió. El sargento Casariego, observando cómo se alejaban pausadamente, con rumbo desconocido, vencidos, muertos por dentro, enterrados en su propia amargura, decidió dejarlos ir, no cerrarles el paso, olvidarse de ellos, si es que alguien puede olvidarse de alguien en una situación así.

Desde lejos, el soldado Duchamp observaba la escena tras una roca con un canasto medio lleno de espárragos, setas y champiñones. Era el único de su grupo de conservaba la cordura, el miedo, la realidad, y fue el único que pudo relatar lo ocurrido muchos años después. Entre los quince soldados del cuartel de Ciudad Real se hizo un pacto de silencio y nunca nadie publicó el perdón que Casariego cedió a los brigadistas de la choza. El castigo por ese acto pudo haber sido un Consejo de Guerra y el paredón. Pero él, al mando de una parte del ejército vencedor, decidió ser el primero en iniciar una reconciliación que no llegaría de manera efectiva a este país hasta bien pasados los años ochenta.

6.3.09

Juliana (y II)


Foto tomada prestada de internet


En un momento determinado del vuelo, la azafata ofreció a los pasajeros un refrigerio. Constaba de sándwiches envueltos en bolsitas de celofán, rellenos de jamón y queso de barra y una bebida, a elegir. Cuando el carrito se paró junto a nuestra fila, Juliana me miró, como pidiéndome permiso –pidiendo permiso, en general, al mundo- para comerse uno. Yo me sonreí y ella, cómplice, tomó con gusto el bocadillo en sus manos y bajó la mirada. Los dos sabíamos que uno, tres, cinco bocados daban igual. El origen de su gordura estaba en su mente y en su alma, no en su estómago. Pero, como un acto reflejo, pidió ese perdón interno de los que se saben condenados por los demás siendo inocentes y, adaptados a esa realidad –que no pueden cambiar- deciden someterse a sus criterios, los de ellos.

En la Ciudad de México le esperaba su familia. La de ella. La de él, incluso tanto tiempo después, sentía aún rencor por la muerte de Camilo. Rencor hacia ella, a la que consideraban responsable de su muerte. Hacia ella, la que se lo llevó a un mundo hostil lejos de casa y lleno de peligros. Nunca le perdonaron su connivencia con Camilo, su parejos deseos de prosperidad, su falta de resignación a quedarse en su tierra. Juliana siempre pensó que ella seguiría a su marido donde su marido fuese, y le apoyaría y animaría, en contra de los deseos de la familia. No obstante, durante mucho tiempo mantuvo intacto un sentimiento de culpabilidad imbuido por la duda sobre si su apoyo a la aventura habría sido oportuno o no, acerca de si hizo lo que tenía que hacer. Pero en el fondo de su corazón sabía que él, Camilo, desde donde fuera que estuviese, nunca la culparía.

Después del aterrizaje, parado el avión, tomamos cada uno su equipaje. Yo, mi mochila donde llevaba mis pocas pertenencias; el resto iba facturado. Ella, con su bolsa de plástico llena de… ya supe qué, y su inseparable bastón, con el que formaba el trípode que mantenía sus carnes generosas. Ya en la terminal, tras recoger el equipaje y antes de salir a la sala donde esperaban los familiares, Juliana se paró, me miró a los ojos y, metiendo la mano en la bolsa de plástico, me dio uno. ¡Gracias¡, me dijo. Y con una sonrisa amplia que la hacía aún más bella en su inmensidad, salió en busca de sus hermanos. Yo, parado, la ví marchar. Cuando atravesó la puerta, volví la mirada hacia mi mano, que sostenía el librito que me regaló. Se titulaba: “Cómo ser feliz en los Estados Unidos”, por Juliana Melgoza. En su interior, todas sus páginas estaban en blanco.

3.3.09

Juliana (parte I)

Frontera Estados Unidos (izquierda) - México (derecha). Bajada de internet.

Por razones de orden práctico, el viaje de vuelta de México tuve que hacerlo solo. Unos días de trabajo intenso me esperaban y no tenía sentido que Elvira me acompañara. Al fin y al cabo, ella ya consiguió su prejubilación y a mi me parece estupendo que goce de ella. Vendrá con unos amigos dentro de unos días. Respecto al hecho de viajar solo muchos pensarán que, de alguna manera, es una opción aprovechable, una opción de disfrutar un poco de la soledad, más aún cuando habitualmente se viaja acompañado. En mi caso, viajar solo únicamente te libera en el sentido de que no he de ocuparme de otra cosa sino de mi mismo.

En el primer tramo de mi viaje de vuelta, acomodado ya en el asiento del avión que me había tocado en suerte, se sentó a mi lado una señora que de pronto apareció en medio del pasillo. Yo ya pensaba que habían cerrado las puertas de la aeronave, pero faltaba ella. Faltaba hasta que llegó porque se movía lentamente y accedió al avión la última. Entró cargada de una bolsa de plástico llena de no pude saberlo y manejando en la otra mano un bastón en el que torpemente apoyaba sus más de 130 kilos de peso. Joven (más que yo) le calculé unos cuarenta y pocos años, con unas facciones hermosas que la gordura no había podido borrar de su rostro.

La mirada de esta mujer albergaba lo que a mi me pareció un sentimiento de culpa por el mero hecho de ser una mujer obesa. No me extrañó. En esta sociedad que tanto valora el aspecto exterior y sus escuálidas formas –y al igual que ocurre con el tabaco- ser entrado en carnes, ser obeso, está mal visto y o bien indica (ante un subconsciente colectivo debidamente moldeado por algunos medios de comunicación) falta absoluta de voluntad y dejadez personal o bien indica ignorancia y falta de cultura, o bien todo eso junto.

La mujer permaneció durante casi todo el vuelo callada, haciendo verdaderos esfuerzos por mantener sus carnes dentro del territorio personal que su asiento le tenía asignado. Fingí no darme cuenta de eso y olvidé deliberadamente bajar el brazo del sillón que dividía ambos lugares, para darle un respiro y no constreñirla más de lo necesario. Bastante esfuerzo estaba haciendo ella para no desparramarse hacia mi lado.

Por un momento, al comprobar que dos filas más adelante quedaba un asiento libre, sentí la tentación de mudarme, más por ofrecerle la tranquilidad a ella de no tener que preocuparse por mi que porque yo estuviera realmente incómodo. Sin embargo, pensé que levantarse podría ser interpretado como un rechazo a su gordura, a su presencia a mi lado o a la molestia que compartir asiento junto a ella podría suponer. Por ello decidí quedarme en mi asiento y darle, además, algo de conversación.

El trayecto no era largo, apenas una hora de vuelo desde Guadalajara a la Ciudad de México. Sin embargo, dio mucho de sí la charla, que ella agradeció, lo sé, pasando de una situación de incomodidad manifiesta por su parte a la sensación de tranquilidad y relajo que puede dar sentirse aceptada, compartida y estimada. Eso intenté y creo que conseguí.

Aparte de los prolegómenos que a ambos nos situaban en nuestros lugares de origen respectivos –ella vivía en Los Ángeles y yo al sur de Andalucía, en Málaga- tras constatar con una sonrisa los miles de kilómetros que separaban ambos lugares, me contó que se dirigía a México para ver a la familia, a la que añoraba en exceso y a la que estaba castigada a ver solo muy de cuando en cuando.

Nacida en un barrio pobre del Distrito Federal, emigró en los años 90 junto a su marido a los Estados Unidos. Entraron de manera ilegal, como la mayoría de los mejicanos que habitan en ese país, y me aclaró, con cierta vehemencia, que en esos momentos ella no era gorda, que tenía una apariencia normal y unas ganas enormes de comenzar una nueva vida allí donde todos creen que atan a los perros con hot dogs. No tardó en desilusionarse al comprobar que esa tierra de promisión no regala nada a nadie y que las oportunidades de que tanto le habían hablado en su tierra mejicana consistían en trabajos secundarios que los americanos no quieren hacer y que solo personas como ella, que no tienen nada que perder, pueden y quieren aceptar. Es la eterna historia de la emigración.

A los pocos meses de compartir con su marido una habitación en un barrio chicano de Los Ángeles, circunstancias que aún, tiempo después, no ha podido aclarar del todo, situaron a su marido en un lugar equivocado a la hora equivocada. El lugar era un supermercado donde Camilo, que así se llamaba el hombre, entró para comprar pan para la cena; la hora, la que eligieron dos desalmados para entrar en él y atracarlo. La mala suerte quiso que la bala que rebotó en la columna de hierro situada detrás de la caja fuera a estrellarse contra su cráneo, esparciendo sobre el pavimento la vida y las ilusiones de un hombre honrado. La situación de ilegal de la pareja, de ella ya en este caso, le impidió darse a conocer y organizar la repatriación del cuerpo de su marido, so pena de ser expulsada del país con escasas expectativas de vuelta. Así, Juliana, que así se llama mi nueva amiga, haciendo tripas de un corazón herido por la muerte de su esposo, evitó su presencia en la policía, dejando los trámites a otro mejicano conocido que estaba en mejor situación legal.

El cuerpo de Camilo pasó al Los Angeles County Cemetery, sección indigentes, lugar donde entierran a personas documentadas pero faltas de fondos. Allí, en un nicho alto, tanto que cuesta acceder a él como no sea en escaleras, todos los domingos Juliana se las ve y se las desea para colocar ramitos de flores rojas, bañadas por el rocío de sus lágrimas compuestas de material salino y tristeza irreemplazable.

Conforme se desarrollaba nuestra conversación, Juliana parecía olvidarse de su extrema gordura y de los complejos que ella le deparaba. Aislada de su cuerpo, solo ella, su mente, sus pensamientos, con la plática desaparecían las obsesiones, las limitaciones, su condición de cuasi invalidez.

Juliana me confesó que comenzó a engordar pocos meses después de la muerte de Camilo. Como si la pena y la tristeza emergieran de dentro hacia fuera, recorriendo el camino que existe entre la profundidad del alma y las vísceras y órganos importantes, e instalándose en la periferia de su cuerpo materializadas en forma de panículos adiposos que conformarían un nuevo aspecto a su fisonomía, radicalmente opuesto al que tenía cuando llegó a los Estados Unidos y que ya no le habría abandonado hasta nuestros días.

Juliana me comentó que había observado cómo conforme la pena aumentaba, pareja a la profundidad de la ausencia de Camilo, ella se hacía más voluminosa de manera proporcional. Apercibida de ese fenómeno, pensó que la única manera de reducir peso podría ser iniciar un proceso de olvido sistemático de Camilo, progresivo, paulatino, firme. Pero dos motivos impedían que tal proceso se iniciara. De un lado, la idea de olvidar a su marido, el hombre con el que proyectó una vida nueva lejos de su país, el hombre al que entregó todo su amor y su cariño, toda su vida, en suma, olvidarlo, digo, le parecía una idea monstruosa, un acto de egoísmo desmesurado. Camilo no se merecía su olvido y, además, ella no estaba preparada para hacerlo. Por otro lado, la tarea de olvidar no podía ser un acto consciente, no podía ser un objetivo a cumplir de manera premeditada y fría, pues cada vez que fuera pretendidamente pasado el recuerdo al sector del olvidos de su mente, lo volvería a hacer presente en su pensamiento, y con ello, la tristeza volvería a apoderarse de su alma y al final se produciría un efecto contrario al deseado. El empeño, pues, resultaba doblemente difícil de cumplir; en primer lugar por convencimiento claro y en segundo lugar, por evidente orden práctico.

(continuará…)



24.2.09

Mi tío Paco

Imagen tomada prestada de www.eldandy.net


Fue un poco desagradable para mi tía, pero era algo que tenía que hacer más tarde o más temprano. No era cuestión de mantener en el armario tanta ropa, usada una y apenas puesta otra, pero toda de gran calidad. Cuanto antes se despojase de objetos que pudieran recordarle a él, mucho mejor, se decía, aunque la imagen de su sonrisa y su cuerpo desvencijado nunca podrían olvidarse.

Paco, mi tio, murió lleno de una vida que él pretendía retener a cualquier precio. Si hubiera tenido la opción de hacer algún pacto con el diablo, sin duda lo habría hecho, porque a él le interesaba vivir fuera como fuera. Sus manos estaban deformadas por una artritis reumatoide que le atacó ya de mayor, pero que minó su movilidad en poco tiempo. Y el resto de su cuerpo estaba doblado como una alcayata, tanto que fue realmente complicado acostarlo tendido en la caja. No sé cómo se las ingeniaron los empleados de la funeraria, hasta creo que tuvieron que cambiar la caja por una más ancha con el fin de meterlo de lado. Sea como fuere, mi tío Paco se resistía a iniciar el camino de su ausencia hasta una vez muerto.

Las vueltas que da la vida. Mi tío siempre había sido un perfecto gentleman, un Petronio en lo que a elegancia y maneras se refiere. Su sonrisa amplia y franca le habían abierto muchas puertas, y aunque no era en origen de alta cuna ni de posibles, se hizo un hueco, gracias a su simpatía, su presencia y su inteligencia, entre lo mejor de la sociedad de Valencia. Reticentes algunos pero admirado por todos, Paco, mi tío Paco, se codeaba con directores de empresas y directores de bancos, con políticos locales y algunos regionales, con militares de alta graduación y con el obispo, demostrando siempre que no dejaba al pairo segmento social alguno. Sin trabajo estable (“yo soy ciudadano del mundo, no quiero ataduras”) nunca le faltó el sustento ni lo suficiente para llevar una vida cómoda –que no acomodada- sin meterse en trapisondas ni sablazos, sin molestar a nadie; prestaba sus servicios de manera esporádica y puntual, pero bien remunerada, como relaciones públicas de eventos, recepciones, veladas y excursiones, y no había sarao o reunión de alto standing donde él no ejercitara de chambelán de los pudientes. Teniendo el cuenta la época en la que su personalidad y su actividad estaban en su apogeo –años sesenta a setenta y cinco- no es de extrañar que su éxito personal se hubiera cruzado con el éxito económico de muchos especuladores y políticos trepadores.

La vida, su vida, era, sin embargo, lo más preciado para él. Odiaba la enfermedad y la decadencia senil, y nunca aceptó de frente la posibilidad de morirse. Por eso, cuando la degeneración ósea empezaba a hacer mella en su cuerpo, sufría internamente de manera dolorosamente embravecida no tanto por la enfermedad en sí sino por verse objeto de los dardos afilados de la muerte que, a modo de ensayo, habían sido lanzados de manera certera contra sus articulaciones. ¿Cómo él, príncipe de la elegancia, señor de la simpatía, embajador del buen humor, artífice de la felicidad de los otros podía ser objeto de tanta miseria? ¿Qué daño injusto habría inflingido a quién quiera que fuere que le había hecho merecedor de tanta insidia sobre su cuerpo?

Un día, lo recuerdo muy bien, me dijo:

-Juan, ya sabes que por no tener hijos tú eres mi único heredero. Todo lo que tengo, el fatídico día que yo no esté (“..que yo muera” hubiera sido la frase correcta, pero el nunca nombró la palabra muerte en ninguna de sus acepciones ni modalidades, ni como verbo ni como sustantivo; se cuidó muy bien de ello) …todo lo que tengo, repito, será para ti. Por eso quiero que me hagas un favor y una promesa.

-Dime tío, si puedo y está en mi mano, cuenta con ello.

-Pues verás: se trata del día en que me vaya. Ese día, que Dios quiera sea dentro de muchos, muchos años, quisiera que te ocupases de que mi semblante tenga la apariencia de felicidad que antaño me acompañaba, que me vistas con mis mejores galas, que lustres mis zapatos y coloques bien el pañuelo en el bolsillo de la americana. No debe faltar ni un detalle en mi aspecto ante ese viaje.

Mi tío Paco murió doblado, flaco, con los dedos apiñados unos con otros, con los nudillos hinchados y un rictus de dolor imposible de quitar de su rostro. Pero luciendo su mejor americana, su pañuelo de seda y una dignidad altiva que fue el orgullo y la admiración del paraíso de la nada.

12.2.09

Gente de El Otro Lado

Imagen tomada prestada de www.theforbiddenknowledge.com


Ya era un poco tarde para acudir a la llamada de esos amigos, pero hay que reconocer que hacía tiempo que no los veíamos y que no podíamos poner más excusas. Por otro lado, nos apetecía a Alicia y a mi volverlos a ver, recordar con ellos tiempos pasados, saber de sus vidas y sus milagros, de sus hijos y de lo que nos quisieran contar. Tiempo atrás los cuatro formábamos un equipo de risas y aventuras que solo la edad, las obligaciones, los hijos y el trabajo fueron amansando, domesticando, amainando, como ocurre con todo en la vida con el paso del tiempo.

Esa tarde nos llamaron para que fuésemos a cenar a su casa. No podíamos faltar.

Los aperitivos y las cervezas dieron paso a las ensaladas y los mariscos con los que tuvieron a bien homenajearnos, y del vino blanco pasamos a un Ribera del Duero riquísimo que todos alabamos sin mesura, en especial por el acompañamiento generoso que le hacía a la carne guisada por María.

La conversación, como siempre, amena, discurría por los avatares de cada una de las parejas, sus problemas y las soluciones que no se hallaban, la enfermedad de Pablito, las familias y sus cuitas, los otros amigos y sus asuntos... Pero siempre, durante toda la cena flotó en el ambiente, en la mente de cada uno de nosotros, el tema inefable al que nadie debía referirse pero del que todos queríamos, en el fondo, hablar.

En un momento de los postres, cuando el dulzor del helado y los bombones erizaban de gusto las papilas de los comensales, se hizo un silencio, un silencio de esos que la gente atribuye al paso por la estancia de un ángel. Debía ser un ángel caído, o huérfano de padre, porque fue tomar la copa de licor, encender los cigarros y mirarnos a los ojos deseando hablar de lo que prometimos nunca más abordar, para siempre jamás.

Fue María, que dijo:

-Chicos... la verdad es que no os hemos invitado únicamente por el gusto de veros, que también, por supuesto. Hemos pasado demasiado tiempo sin contacto y eso no puede ni debe ser. Os echábamos de menos y no debemos dejar que nuestra amistad de tantos años se apoque y se desvanezca. Pero es que hay un tema... bueno, ya sabéis de qué voy a hablaros... Juan y yo lo hemos estado comentando y....en fin, lo diré: queremos volver a jugar, pero no queremos hacerlo sin vosotros.

Un esperado silencio se apoderó del salón, que solo se vió interrumpido por la carcajada que Alicia y yo soltamos tras mirarnos a la cara. -¡Pero si lo estábamos deseando!, contestó Alicia, y todos, los cuatro, nos reímos a placer deshaciendo en esas risas la grave expectación creada a los postres de esa suculenta cena.

Así pues, rápidamente recogimos la mesa, quitamos el mantel, arrimamos las sillas y dejamos cerca los licores. Juan desapareció por unos instantes para volver con la tabla y el patín. Sentados, de izquierda a derecha: yo, María, Juan y Alicia. Al poner la tabla sobre la mesa hicimos un sentido silencio que parecía un ritual mil veces ensayado.

Juan tomó la palabra, y dijo:

-Amigos: creo que sabéis que esta noche estamos traicionando, de una manera intencionada y declaradamente manifiesta, la promesa que nos hicimos hace unos años de no volver a jugar nunca más a la ouija. Los cuatro recordamos los momentos que pasamos antaño cuando hicimos de este perverso juego nuestro entretenimiento habitual. Todos recordáis los malos ratos que nos hicieron pasar la presencia inesperada de seres que no eran los que invocábamos, de entes difusos que no hacían sino confundirnos, de espíritus maquiavélicos que intentaron jugárnosla de mala manera y que casi consiguen su objetivo. Sé... que tampoco podemos olvidar –y creo que por eso estamos aquí y ahora- los maravillosos momentos en los que pudimos contactar con nuestros padres muertos, con vuestra familia extinta prematuramente –dirigiéndose a nosotros-, con las personas de otras épocas que nos enseñaron tanto y las que tanto bien nos hicieron en vida y que ya no están entre nosotros. Por suerte, los cuatro somos personas formadas, difíciles hoy por hoy de impresionar y hemos leído mucho sobre este tema, además de la experiencia que, a lo largo del tiempo, hemos ido acumulando. Cuando nos prometimos unos a otros no volver a jugar a este malévolo juego, lo hicimos para acabar una etapa de conocimiento e investigación que comenzó como un divertimento y que al final se convirtió en un proceso de incursión en un mundo desconocido en el que nos adentramos y empezábamos a conocer. Afortunadamente, resolvimos cada sesión de buenas maneras, sin grandes ni penosas interferencias externas, y cuando digo externas, ya sabéis a cómo de ‘externas’ me refiero. Bueno, excepción hecha de algunas desagradables intromisiones que todos, hoy, casi recordamos como anécdotas, pero que a cualquier profano le hubieran puesto los pelos de punta. Hoy volvemos a intentar conectar con el mundo de los espíritus porque, en cierta medida, necesitamos –y creo hablar por boca de todos- reafirmar nuestras experiencias y nuestros contactos con el más allá, hacer nuevas preguntas, recoger nuevas respuestas que nos ayuden en nuestros problemas de hoy. Cada uno de nosotros tiene, seguro, preparado su cuestionario, porque vosotros, Roberto y Alicia, ya intuíais que volveríamos a esto... y María y yo estábamos deseando que llegara este momento. Así pues, si no queréis hacer ningún comentario... comenzamos.

Dicho y hecho. Juan colocó el patín sobre la tabla. El patín era una pequeña lámina de madera con forma de corazón y que se deslizaba suavemente gracias a tres bolitas engrasadas que formaban un triángulo. La punta del corazoncito era la que señalaba las letras y números dispuestas sobre la tabla, en forma arqueada, y abajo, las palabras SI y NO.

Dejamos la habitación en semi penumbra, no para dar más sensación fúnebre a la sala, sino para concentrarnos mejor en los movimientos que sabíamos comenzarían –como habían comenzado siempre- nada más empezar las invocaciones. A menudo, en nuestros comentarios, habíamos criticado el oscurantismo de los falsos médiums que se rodean de una parafernalia absurda y ridícula, llena de objetos estrafalarios, velas y demás artilugios con la intención de aparentar estar en otro mundo, que en realidad es puro marketing esotérico. La verdad de todo esto es que los espíritus, desencarnados o no, se manifiestan a determinadas personas en cualquier lugar, hora o acomodo. Incluso, como comentaba un amigo común, “en el despacho de un notario a las doce de la mañana”.

El ritual comenzó posando cada uno la punta de sus dedos sobre el patín. En este grupo que formábamos los cuatro no había, no hubo nunca, desconfianza entre nosotros, quiero decir, nunca ninguno de nosotros jugó la broma absurda de mover intencionadamente la flecha.

Juan se arrogó con nuestra anuencia la dirección del trámite, y suavemente, con sinceridad y sin artificios, lanzó estas palabras:

-Invoco en nombre de los aquí presentes a los espíritus, encarnados o no, que con buena voluntad y de manera fraternal quieran manifestarse. Estamos aquí para oír lo que tengáis que decirnos y para que escuchéis nuestras preguntas y nuestras confesiones. Si estáis ahí, manifestaos.

Años atrás, cuando Juan invocaba estas palabras, quizá sin el convencimiento que le embargaba en estos momentos, nuestro poder de concentración se veía, en alguna ocasión, roto por la risa nerviosa de algún amigo invitado, que, escéptico o miedoso o, si es posible, ambas cosas a la vez, reía como el escolar en misa o en clase de religión; es decir, cuando menos se debe. Fue por eso que decidimos no volver a invitar a nadie, ceñir nuestras reuniones a nosotros mismos, sin interrupciones fuera de tono, ni chistes ni chanzas.

Pasaron unos segundos en los que los cuatro, cabeza baja, ojos cerrados, manteníamos los dedos sobre el patín sin notar influencia ninguna sobre él, ningún movimiento. De pronto, un sonido de guitarra inundó la sala. Fue como si alguien hubiera pasado junto al instrumento y, como en un arpa, hubiera tañido las cuerdas al aire. Teníamos guitarra, sí, y estaba de pié, en un ángulo del salón junto a una maceta de largas hojas como una palmera. Levantamos la mirada al oir el sonido y mirando a la guitarra, vimos aún moviéndose las hojas de la planta; ellas fueron quienes con la punta de sus hojas habían desgranado un sonido entre el bordón y la prima.

Nos miramos los cuatro, pero no asombrados; más bien cómplices de saber que ya había alguien dispuesto a manifestarse y que estaba cerca.

En un momento, sin darnos cuenta, el patín empezó a moverse en círculos, primero de manera suave, luego más rápidamente, casi tanto que nos resultaba difícil seguirle con los dedos. Los movimientos eran anárquicos, sin orden, descentrados, y solo cuando Juan intervino, se apaciguó.

-Espíritu que flotas en esta casa, dinos quien eres. ¿Eres hombre?

El corazón dirigió su punta hacia el NO, y Juan insistió:

-Si no eres hombre, dinos tu nombre, mujer.

Lentamente al principio, pero más rápidamente después, el patín recorrió las letras L, U, I, S, A. Luisa era el nombre de la madre muerta de María, por lo que ella intervino

–Mamá ¿eres tú?

La respuesta afirmativa de la flecha hizo brotar dos lágrimas de los ojos de nuestra amiga, cuyas manos temblaban de emoción. Su madre la visitaba.

-Mamá..¿quieres decirme algo? ¿Estás bien?

C U I D A A M I N I E T O

fue la respuesta a las preguntas. Evidentemente, se refería a Pablo, hijo único de Juan y María, que dormía en la habitación de al lado y que padecía desde muy niño crisis de asma bronquial que le dejan falto de aire y a punto de ahogar su corta vida. Tenía 8 años y ya los médicos le habían diagnosticado una dolencia pulmonar con la que habría que convivir mientras viviese.

Las lágrimas de María se convirtieron en llanto. El sentimiento que le produjo, por un lado, la preocupación de su madre por su nieto, desde el más allá, sentimiento de amor y agradecimiento; por otro lado, llanto por su propio hijo, que ya de tan niño habría de vivir estigmatizado por una dolencia tan preocupante.

Recuperada, y tras la ausencia de la madre de la mesa, Juan invocó de nuevo.

-Presencias y almas de amigos, gente de bien, contactad con nosotros.

Y pasaron solo breves momentos hasta que el patín empezó a moverse otra vez en círculos, con movimientos mucho más anárquicos y difíciles de seguir que los anteriores.

-¿Eres hombre? ¿Estás muerto?

El patín se dirigió a la palabra SI y allí quedó clavado.Inmediatamente, sin dar tiempo a la pregunta siguiente de Juan, empezó a moverse hacia las letras, con esta pauta:

S O Y E M I L I O M E H A N M A T A D O

y otra vez

S O Y E M I L I O M E H A N M A T A D O

y de nuevo

S O Y E M I L I O M E H A N M A T A D O

hasta que Juan dijo

-¿Que Emilio eres? ¿De dónde eres? ¿Qué te ha pasado?

La fuerza del patín hizo movimientos hacia las letras otra vez, y en ellas escribió

L A F U E N T E L A F U E N T E L A F U E N T E

Todos conocíamos a Emilio Lafuente. Era amigo de la pandilla, de cuando éramos mucho más jóvenes. Era un buen amigo que siempre nos consideró y nos brindó su amistad. Tras la muerte de su padre, en Barcelona, tuvo que marcharse a esa ciudad para hacerse cargo de sus negocios, en aquella época prósperos, pero en estos tiempos quién sabe cómo le iría. Muy a menudo, cuando hablábamos en él, nos comentaba lo difícil que estaba todo, que había tenido que pedir dinero fuera de los bancos, a gente que, de alguna manera, le habían impuesto unos socios suyos. No estaba muy contento, pero no pensábamos que sus problemas financieros fueran más allá de lo habitual en tiempos de crisis.

Nos quedamos de una pieza. Juan intentó pedirle más datos, insistió en que explicara esa afirmación, ese “me han matado”, incrédulos de que realmente hubiera muerto. Tras esa manifestación, que no dió más detalles, no hubo más presencias, y decidimos tomarnos un descanso.

-No sé si ha sido una buena idea... me ha dejado muy descolocado esto de Emilio.. no puede ser, dije yo.

-¿Sabes? Hay espíritus que pueden gastar bromas, bromas pesadas, humor muy negro. Ya sabes que muertos pueden ser igual o más cabrones que en vida, respondió María.De cualquier manera, también a mi me ha dejado muy mal sabor de boca. Mejor lo dejamos por hoy.

-Está bien. Pero volveremos otro día, tengo muchas cosas que preguntarle a mi padre, contestó Alicia.

La velada continuó ya más relajada entre copas y música de Pink Martini. Volvieron las bromas, las risas, los bombones y el ambiente distendido que reinó durante la cena. A eso de la dos de la madrugada, Alicia y yo decidimos irnos a casa. La canguro seguro que se había soplado media botella de mi ron y además, había que dormir.

Al día siguiente, al despertar, las imágenes de la tabla alfabética de la ouija, el movimiento del patín, pero sobre todo, la absurda comunicación de mi amigo Emilio, se me agolpaban en la cabeza dando vueltas y vueltas sin permitir despejarme. Eran ya las once de la mañana. Sin apenas balbucear unos ‘buenos días’ con Alicia, quité el móvil del cargador y busqué en la agenda a Emilio Lafuente. Marqué. Ninguna respuesta. Volví a marcar. Nadie contestaba, ni siquiera el contestador automático. De pronto recordé que tenía también el teléfono de su casa, el fijo. Fui al salón y desde el mío marqué ese número. Cuatro timbrazos y nada, pero al quinto... alguien contestó.

-¿Diga?

-¿Hola? Buenos días..¿Eres Elena?

-Sí... ¿Quién es?-Soy Roberto, Elena. El amigo de Emilio. Te llamo desde Málaga. ¿Puedo hablar con él?

Al otro lado un silencio denso se apoderó del teléfono, enturbiado a lo lejos por un leve sollozo.

-¿Elena? ¿Qué pasa, Elena?

Al otro lado, como recuperándose, Elena contestó

-Claro, tú aún no lo sabes... Emilio... Emilio se suicidó ayer tarde. Se arrojó por la ventana de su despacho. Lo enterramos mañana.

Y ahogada en un llanto inconsolable, colgó el teléfono.

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7.2.09

Partir (El piso vacío, y II)

Fotografía (retocada) de Carlos Bentabol

A punto de cerrase la puerta del ascensor, Elvira observó que alguien metía el pie en el escaso hueco para evitar el cierre. Después, una mano huesuda atrapó la puerta y la abrió, y un hombre alto, de aspecto desaliñado, entró en la cabina.

Ella estaba abriendo las cartas que acababa de recoger del buzón, por lo que le sorprendió la intrusión, pero se echó hacia el fondo del ascensor para dejarle espacio. Ni un “buenos días” ni palabra alguna, el desconocido pulsó en el botón del sexto piso y apoyado en una de las paredes, se la quedó mirando. Si ya son bastante engorrosos los viajes en ascensor con gente conocida -con vecinos de esos que ves a menudo, pero con los que no sueles hablar- imagínense lo largo, larguísimo que se le hizo el viaje vertical hasta su casa, situada en el quinto piso. Elvira intentaba leer alguna de las cartas recibidas –siempre los bancos-, jugaba sin cesar con el llavero que portaba en su mano, y le incomodaba sobremanera la mirada fija de aquél hombre. Tenía un aspecto desabrido, hosco, sucio, pensaba ella, su mirada era inquisitorial, fija, a sus ojos… Se veía incapaz de soportarla e intentó evadirla estrujando las llaves en su mano y haciendo como que leía la carta. Nunca la velocidad de un ascensor fue tan lenta ni tan agobiante el periplo, parecía como si deliberadamente la cabina ascendiera de manera especialmente lenta y pesada. Las puertas del ascensor dejaban entrever a través de unos pequeños cristales ovalados el paso de las puertas de los pisos inferiores, que descendían a cámara lenta. Cuánto hubiera deseado Elvira vivir en el segundo.

Cuando lentamente el ascensor paró en el quinto, su precipitación por salir la hizo tropezar en el pequeño desnivel que había entre la cabina y el piso. Hubiera tropezado en una simple línea de tiza, tal era el atolondramiento con el que quiso salir. No llegó a caer, pero, atribulada, salió a paso ligero hacia su casa, mientras se cerraba la puerta tras de sí. A ciencia cierta, no sabía Elvira si lo que había sentido era miedo, desazón, incomodidad, repelús, escalofrío o todo ello junto. No entendía a qué venía la grosera mirada de ese hombre, pero sobre todo no sabía porqué no le había ella preguntado, o increpado, en fin, que algo debía haberle dicho; pero en un trayecto tan corto (Dios mío, ¡tan largo!) no lo consideró oportuno. Al fin y al cabo, nada le había hecho, nada le había dicho (ni los buenos días), solo la miraba. Pero era una mirada que no olvidará jamás. El caso es que entrar en su casa le supuso una liberación absoluta, fue como un estar a salvo de todo, de cualquier mal; todo había quedado atrás al cerrar la puerta de su piso.

Cuando apenas, ya más relajada, abordaba la cocina y dejaba las llaves donde solía, sonó el timbre de la puerta. Dejó las cartas sobre la mesa y se dirigió a la entrada. No solía hacerlo, pero esta vez escudriñó la mirilla. ¡Cielos! -exclamó para sí. Ahí estaba él otra vez, con la mirada fija en el pequeño cristalito, como sabiendo que al otro lado estaba ella espiándolo. Elvira se dio media vuelta y se apoyó en la puerta. No sabía qué hacer, si abrir o no abrir.. no, mejor no abría, preguntaré -pensaba… y aún no tenía verbalizado el pensamiento en su mente cuando sonó de nuevo el timbre.

-¿Quién es? ¿Qué quiere?, preguntó con la voz un poco temblorosa.

-Abra, por favor… Es usted Elvira Fuentes ¿verdad?

-Sí, yo soy. Pero qué quiere, dijo en un tono más firme.

-Necesito hablar con usted. Es algo importante.

Miles de dudas e incertidumbres recorrieron el cuerpo y la mente de Elvira. No sabía qué hacer, no tenía motivos objetivos para no abrirle, pero le daba tanto miedo…un miedo, un rechazo incomprensible… ¿y si era importante lo que tenía que decirle? ¿Quizá sería mejor atenderle en el rellano y que no entrase en casa? ¿Cómo explicar no abrirle…? Por fin, se decidió a entreabrir la puerta, porque solo apenas veinte centímetros la conectaban con el rellano, lo justo para asomar la cara y preguntar.

-Dígame, qué desea.

-Verá señora Fuentes. Antes la ví en el ascensor pero no la reconocí; discúlpeme si he estado fijándome todo el trayecto en usted, pero me resultaba su cara familiar, y ha sido el vecino de arriba el que me ha aclarado que esta era su casa. ¿Puedo pasar?

-Mire.. no tengo por costumbre meter desconocidos en el piso, así que, si no le importa, dígame qué desea.

-Está bien, pero no creo que el rellano de la escalera sea el mejor lugar para decirle lo que tengo que decirle. Soy persona de confianza, se lo aseguro. Solo quiero darle una información y me iré.

El tono de voz del desconocido le inspiró serenidad. Por un momento comprendió que no tenía nada que temer, que parecía una persona sincera y quizá fuera realmente importante lo que tenía que oir, así que le dejó pasar.

Instalados en el pequeño recibidor de la entrada, Elvira le invitó a sentarse.

-Usted dirá.

-Pues verá. Usted no me conoce, pero yo a usted, sí. No físicamente, no, no tenía el gusto. Pero me han hablado tanto de usted que me parece conocerla desde siempre.

-¿…? ¿Quien le ha hablado de mi?

Un corto pero tenso silencio se apoderó de la estancia.

-Su padre. Me ha dado muchos detalles.

-Mi padre murió hace años, respondió con entre enojo y sorpresa. -¿Qué broma es ésta?

-Lo sé, lo sé. No se asuste… yo también. Yo iba en el asiento de al lado la noche de su accidente.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Elvira, que no sabía si enfadarse, estremecerse o ambas cosas a la vez.

-No le entiendo… y me parece de muy mal gusto esta broma. Le agradecería que..

-¿Que me fuera? Primero déjeme explicarle porqué estoy aquí y qué mensaje le traigo.
Mire, la noche que su padre y yo sufrimos aquel fatídico accidente, habíamos recorrido muchos kilómetros juntos. Su padre me recogió cuando yo hacía auto-stop en la carretera, a la altura de Baeza. Fue por la mañana, relativamente temprano. Yo me dirigía como siempre, sin rumbo fijo por las carreteras de Andalucía, buscando.. buscando solo vivir, pasar el tiempo, no me gustaba instalarme en ningún lugar por más de dos o tres días. Sé que iba huyendo de la vida, como si de eso pudiera uno huir, que ni en la muerte se encuentra la paz. Su padre me recogió. En mi vida he conocido una persona como él. Le agradecí enormemente que me subiera, porque ya estaba cansado de andar y de andar; cuando me preguntó a dónde iba, creo haberle dicho: “ A Úbeda”, pero a mi me daba lo mismo donde fuéramos, con tal de no volver sobre mis pasos. Bien, el caso es que me subí a su coche e iniciamos una marcha juntos que duró hasta la noche, es decir, hasta el accidente.

Elvira escuchaba esa historia entre escéptica e interesada; al fin y al cabo, era de su padre de quien estaba hablando, de su padre al que tanto había amado y con el que convivió hasta su muerte. Elvira había quedado huérfana de madre a muy corta edad, así que con solo cinco años, su padre, que nunca volvió a casarse, se hizo cargo de sacar a esa niña adelante. Ahora, con treinta años, la conversación con ese hombre que se hacía pasar por un fantasma le traía recuerdos y vivencias que hubiera preferido olvidar, no porque fueran malos recuerdos sino porque le hacían sufrir de añoranza. No pudo evitar recordar los largos paseos en que por las tardes, tras el colegio, los dos, de la mano, recorrían el Paseo de los Curas, entre árboles y flores, arriates y palmeras. Dar de comer a los patos del estanque era ritual necesario.. ¡pobres patos¡, que se conformaban con picotear las cáscaras de cacahuete que su padre le compraba.

-Bien, y.. ¿a dónde quiere ir a parar?

-¿Me cree usted, señorita? ¿No le resulta difícil de asimilar que yo esté muerto?

-Mire, señor..

-Hurtado. Pero llámeme Luiso, todos me llamaban así.

-Mire Luiso: aún no creo ni dejo de creer nada, porque a estos momentos todo lo que me ha explicado es que usted murió junto a mi padre la noche del accidente y que me trae noticias de él, pero aún no me ha dicho nada que tenga sentido. Ni siquiera me ha demostrado que esté usted muerto. Además… si todo eso es así…¿por qué no ha venido él a contármelo personalmente? Él se podrá imaginar que me hubiera encantado –de ser todo esto verdad- saber que estaba vivo…bueno, muerto, quiero decir... pero que podría hablar conmigo, yo contactar con él…. Bien sabe lo que lo echo de menos…

-Elvira, déjeme explicarle. Él no puede venir porque ya está al otro lado, en una zona final de la que resulta imposible volver. Sin embargo, sí tiene contacto conmigo, porque yo, que llevo toda mi vida dando tumbos, aún estoy en esa fase intermedia que… bueno, esa que los curas siempre han llamado limbo, pero descuide, que ahí no se penan penitencias ni nada por el estilo; los curas habían oído campanas, como se suele decir, pero ni idea de cómo funciona esto. Total, que su padre se sirve de mi para enviarle un mensaje y una petición, que espera que usted sea capaz y tenga la voluntad de llevarla a cabo.

Elvira no salía de su asombro, cada minuto que pasaba se sentía más interesada en lo que ese hombre le estaba contando.

-Está bien, adelante. Dígame.

-Mire Elvira… no se moleste, de verdad… pero es que su padre está sufriendo por usted. Piensa que no debió usted haber hecho lo que hizo, y además se siente culpable de haberla abandonado !como si hubiera sido culpa de él morirse¡; él hubiera querido vivir toda la vida para estar cerca de usted, para cuidarla, al menos hasta que hubiera encontrado a un hombre que la hiciera feliz y le diera a usted hijos y a él nietos. Pero se cruzó esa bestia por la carretera… En fin, concretando… su padre la perdona y le pide, por favor, que inicie ya el camino hacia donde él está. Dice que no tiene sentido quedarse más tiempo.

De pronto, como un remolino enorme empezó a girar alrededor de la cabeza y de la mente de Elvira; miles de sensaciones y pensamientos se agolpaban en su cerebro y, asustada, se miraba las manos y los brazos, se tocaba el cuerpo y se palpaba la cara como reconociéndose. La memoria le volvía a retazos, a golpes, empezaba a recordar el entierro de su padre, sus lágrimas, su pena inmensa, su incapacidad para arrastrar la vida hacia delante sin el cobijo de él, su permanente congoja y su espíritu amargo que no la dejaba vivir ni un día más. La tarde en la que decidió romper con esta vida –sin madre, sin padre, falta de hermanos o tíos u otra familia que la amparase…- la tarde en la que se tiñeron de rojo las aguas jabonosas de la bañera, la tarde en la que decidió abandonar el mundo y abandonarse al camino infinito de la muerte.

Dos lágrimas surcaron el rostro de Elvira, que posando su mano sobre la de este hombre (cual negativos superpuestos), este Luiso que le había traído noticias de su padre, temblándole la voz, le dijo:

-Dile a mi padre que llegaré pronto. Es cierto, es tiempo de partir.

Así fue como, unos días más tarde, dejó de verse, a las seis y media de la mañana, en ese piso vacío, la luz de la habitación del Elvira encendida.

3.2.09

Loco

Fotografía de Ricky Dávila: "Psiquiátrico"

Las veces que yo había estado de visita en ese hospital fueron, afortunadamente, pocas. Tan solo la vez que Marita dió a luz “un precioso niño a que llamarán Juan Antonio” –así versaban las notas de sociedad del periódico local- y la vez que mi padre estuvo ingresado con aquella apendicitis que casi se lo lleva al otro barrio.

En esta ocasión, el motivo era mucho más grave. Era mi alma la que estaba enferma y necesitaba una cura de urgencia. El psiquiatra que me atendió en la fase de delirio le dijo a mi familia que necesitaba tranquilidad, reposo y una medicación fuerte y adecuada a mis dolencias. Así que me ingresaron en el pabellón psiquiátrico del hospital bajo los cuidados del equipo médico habitual.

Pero yo no estaba enfermo. Ellos creían que yo estaba enfermo, pero no lo estaba. Dijeron que deliraba, que llegué a tener suplantación de personalidad, que me creía otro y que hablaba y pensaba como otro, que no era yo. Pero yo no recuerdo nada de eso. Yo simplemente recuerdo que volaba como en un sueño muy real y que me instalaba con todo mi ser –cuerpo y alma- en la persona de otra persona, donde apenas cabíamos los dos sin darnos codazos. Quizá a eso llamen enfermedad, pero para mí fue una experiencia inolvidable. La otra persona elegida se llamaba Roberto, era aproximadamente de mi misma edad y en esa época estudiaba Filosofía y Letras, sección Hispánicas.

La verdad, he de decir que mi instalación en su ser fue voluntaria. Es decir, lo hice aposta, bien dentro de mi sueño real, bien estando despierto, ahora no lo recuerdo. Pasamos unos cuantos días juntos, casi una semana, en la que me acostumbré no solo a sus duchas frías diarias –odio el agua fría- y a sus desayunos a base de cereales (¡con lo que a mí me gustan las tostadas con mantequilla¡) sino también a escuchar las clases sobre Saussure, los sintagmas, los morfemas y toda una retahíla de conceptos lingüísticos que chocaban de frente con los estudios de matemáticas que yo cursaba en la Facultad de Ciencias. Digamos que las elucubraciones filosóficas sobre lo que era lengua, idioma, habla y lenguaje, con las que Roberto se deleitaba en clase no tenían nada que ver con lo que yo estudiaba, matemática aplicada al cálculo de variables y la interrelación de los logaritmos neperianos con la estadística en socioeconomía. Pero en fin, los dos, Roberto y yo, ambos en el mismo cuerpo –el suyo- llegamos a compenetrarnos como buenos amigos, casi hermanos, durante ese corto periodo de tiempo.

Tal cual acabo de expresarlo aquí, así mismo se lo expliqué, una y otra vez, a los psiquiatras que vinieron a verme, en los momentos de lucidez que las drogas que me obligaban a tomar lo permitían. Sé que pensaban que estaba loco, aunque ellos siempre emplearon términos mucho más técnicos que, al fin y al cabo, venían a decir lo mismo: “disociación cognoscitiva de la personalidad”, “trastorno disociativo de la identidad” y otras por el estilo.

Quince días estuve encerrado en el pabellón psiquiátrico del hospital, donde por la tarde venían a visitarme mi hermana y mis padres, con lágrimas en los ojos haciendo un gran esfuerzo por no soltarlas, al menos en mi presencia.

Una tarde de esas, estando ellos en la habitación, entró una enfermera. La enfermera no sabía nada de mi enfermedad, quiero decir que solo conocía el diagnóstico, pero no los pormenores. Dirigiéndose a mi madre, dijo:

-Tiene una visita. Pregunta que si puede pasar a ver a su hijo.

-Supongo que sí, contestó mi madre.. –¿Quien es?

-Es un chico, señora. Se llama Roberto. Dice que son amigos y que le echa de menos.
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El piso vacío

Imagen bajade de internet

Por más que se empeñaba el portero de la casa en decirme que en ese piso no vivía nadie, yo por las mañanas, cuando me iba a trabajar, veía luz en una de las ventanas. Yo me levantaba temprano cada día, mal que me pesase, porque mi jornada laboral empezaba a las siete, hasta las tres de la tarde; así, a eso de las seis y media de la mañana de cada día laborable cogía el coche del aparcamiento que estaba bajo de casa. La costumbre de mirar a las ventanas de mi casa viene de mi infancia. Por inercia, desde pequeño, cada vez que salía a la calle y me disponía a atravesar el túnel que unía el patio con la callecita Navas de Tolosa, volvía la cara hacia el balcón de mi casa, donde siempre se apostaba mi madre para despedirme con un gesto de su mano. Atravesar ese túnel, cuyo techo era el suelo de otro piso en el que vivían vecinos de esos bloques, era como escapar a un mundo diferente, a un mundo ajeno y cosmopolita alejado en el tiempo de los devenires añejos de mi barrio. ‘Bajar al centro’ era cuestión de diez minutos, pero siempre fue un paseo que me sacaba de ese gueto antiguo donde yo vivía. Bien pensado, la palabra barrio no era adecuada. Los pisos donde yo vivía lo componían tres bloques construidos en los años 50 y que vistos desde el cielo tienen forma de E. Fueron los primeros pisos modernos de mi ciudad, con techos no tan altos ni ventanas tan enormes como las casas de vecinos al uso. Con ascensor y portería, los sótanos de cada portal albergaban todo un sistema de calefacción por caldera que nunca funcionó. Los radiadores que había en cada habitación en una ciudad costera y sin fríos de importancia como la nuestra constituían un lujo asiático a todas luces innecesario. Tanto, que en esa época aún de posguerra, nunca hubo dinero ni posibles para hacerlos funcionar.

Como decía, solía mirar a mi casa cuando me iba, fuera la hora que fuera. Sabía que ahí estaría mi madre, apoyada en la barandilla del balcón, mirando los barcos anclados en la bahía y viendo pasar a los vecinos por la acera del bloque de enfrente.

Por eso, cada mañana, aun a sabiendas de que, por la hora, nadie recibiría mi mirada, volvía a mirar a mi casa, y más arriba, ineludiblemente, veía la ventana de una habitación encendida en ese piso que todos suponíamos vacío.

Para mi supuso un misterio que nunca acerté a esclarecer, porque todos en la casa sabíamos que en ese piso no vivía nadie desde hacía varios años. Le pregunté al portero, ya de forma un poco cargante, lo reconozco, si acaso los dueños o algún amigo de los dueños pudieran estar alojados en él, sin habérselo hecho saber, sin aviso alguno. Pero el portero me recordó que los dueños del piso murieron sin herencia y que nadie en la Comunidad tenía llave para entrar, ni siquiera él.

Un tarde, en el ascensor me encontré a Azucena, una vecina de mi edad con la que solía charlar cuando me la encontraba en la escalera. Con ella, además de la vecindad, compartía la afición a la pintura y al arte en general. Vivía en uno de los cuatro pisos del rellano donde se encuentra el que yo veía encendido cada mañana, justamente al lado, puerta con puerta. Le pregunté –Azu..¿has notado algo raro en el piso vacío? ¿Has oído algún ruido, algún movimiento de muebles, has visto alguna vez entrar a alguien? Azucena se extrañó de mi pregunta y categóricamente me aseguró que nunca había visto ni notado nada fuera de lo normal.

Para mi la visualización de la ventana de la habitación encendida cada mañana, a las seis y media, empezaba ya a suponer un problema de obsesión. A veces me paraba, durante minutos, mirando hacia arriba, intentando adivinar alguna sombra moverse, algún resplandor diferente, algún… espejismo que me hiciera comprender lo incomprensible. Otras veces intentaba no mirar, coger el coche y salir pitando sin fijar mis ojos en la luz. Pero al final siempre miraba, siempre fijaba la vista para ver siempre lo mismo.

Un día de un invierno no muy lejano, sobre nuestra ciudad arreció una tormenta terrible, de esas que arrasan tejados y árboles con la fuerza de un viento desolador. Duró la tormenta toda la noche y mi despertador no tuvo la delicadeza de apreciar lo ingrato del clima y sonó, como siempre, a la hora de siempre. A las seis y media, cuando me disponía a coger mi coche, un relámpago tronó sobre el cielo y la luz de todo el barrio, de todo los bloques de pisos de la zona se cegó, dejando a oscuras las farolas de los portales, los focos del Paseo Marítimo y ennegreciendo aún más la noche de lluvia y viento. Como siempre miré a mi casa, acción irrefrenable que nunca quise evitar. Y allí, en la ventana de la habitación del piso cerrado, a pesar de la negra oscuridad reinante, lucía como siempre esa luz , iluminando quién sabe qué espíritus, qué presencias, qué recuerdos o qué pasadas vivencias.

30.1.09

La caravana

Foto publicitaria del gobierno vasco


Como en la película “Traffic” de Jacques Tati, los coches se agolpaban dando vueltas alrededor de una rotonda una y otra vez, como en un carrusel o un tío vivo en blanco y negro. Parecía como si los mismos automóviles verdes, rojos, amarillos, plateados, girasen una y otra vez alrededor del círculo, en un movimiento contínuo generador de energía almacenable. Aunque no eran los mismos…¿o sí?, despacio, sin prisas, el tráfico discurría –no podía ser de otra manera- lento y serpenteante a lo largo de la carretera esa tarde de domingo.

Habíamos salido por la mañana, descuidando los consejos de las autoridades que pedían espaciar las salidas de los lugares de veraneo, como el lugar de donde yo venía, que maldita la hora que se me ocurrió meterme en el coche en una mañana de un día así. Más coraje me daba saber que yo no era un veraneante que volvía a casa de vuelta de vacaciones; al fin y al cabo, de ser así, que me quitaran lo bailao de unas vacaciones junto al mar sin hacer nada; pero aún me molestaba más que los acompañantes que a ambos lados de la sierpe mecánica hacían el camino conmigo pensaran que sí lo era, veraneante en fase de trasformación como ellos, transformación en currante con síndrome postvacacional. No me importaba nada lo que ellos sufrieran, que ya habrían disfrutado suficientemente durante los últimos quince días. Por el contrario, mis últimos quince días habían sido de los más penosos de mi vida, enredado en unas jornada de trabajo agobiantes por el calor y por la mala sombra de mis clientes, ni uno bueno. A veces pienso que debí haber aceptado el trabajo que Marcial me había ofrecido tantas veces, ese de conductor de coche fúnebre. Pero es que yo, la verdad, no me veía con chaqueta y gorra azul oscura transportando cadáveres del domicilio al tanatorio, del tanatorio al cementerio, del cementerio….a otro muerto. Era un buen trabajo, pagaban bien y no había que correr. Los clientes ya no tenían prisa, mal que les pesase. No sé, a veces pienso que debí aceptar.

La mayoría de los vehículos que circulaban unos pegados a otros, unos detrás de otros, llevaban las ventanillas cerradas. Los aires acondicionados hacían que el aislamiento respecto a los demás fuera mayor, solo mitigado por la radio que, al igual que en el resto de vehículos, ayudaba a pasar el tiempo entre embrague, freno, aceleración y nuevo embrague.

En esa caravana tenía dos posibilidades: o abstraerme en mis pensamientos, elaborando una introspección cuasi hipnótica que me adentrara en mis elucubraciones internas, piloto automático puesto, o entretenerme en observar a los demás, al coche de al lado, al de enfrente, al de atrás a través del espejo retrovisor. Ya lo había hecho otras veces, esto de vigilar al coche de a lado e intentar recrear la vida de sus habitantes, sus conversaciones, sus comentarios y, naturalmente, su parentesco. No era una tarea fácil, salvo en casos flagrantes y evidentes, como el calvo y con gafas que conduce que es marido de la mujer rubia repintada que lleva al lado, o el también zoofílico maridaje de la mujer de 45 al volante, un poco desgreñada, sin pintar, con el pastor alemán ladrador que saca la lengua en el asiento de detrás. Todos estos emparejamientos se formaban en mi mente con una imaginación y credulidad realmente infantil, cuando jugaba a recrear la vida de los otros.

Preferí abstraerme en mis pensamientos. Es verdad que venía de trabajar, que debía llegar a Madrid antes de mañana, que tenía que entregar lo pedidos de mis clientes y supervisar su preparación y posterior envío a primera hora de la mañana del lunes. Pero me sentía engullido, y en fase de postdeglución y lenta digestión por esa anaconda motorizada que avanzaba lentamente, entre acelerones, frenazos y paradas.

De pronto, la sensación de que alguien me estaba mirando se apoderó de mí, como cuando vas en el autobús y sientes una mirada clavada en tu nuca, mirada que siempre encuentras en los ojos de un desconocido que te observa. Yo.. viajaba solo, pero en el asiento de atrás… miré y ¡estaba yo también! Me pude ver sentado en el asiento trasero derecho, con cara feliz, observando todo lo que ocurría en el exterior a través de la ventanilla cerrada. Mi cuerpo –su cuerpo- se balanceaba hacia delante con los frenazos, pero, absorto en lo de fuera, yo, digo, él, no parpadeaba ni dejaba de escudriñar con gesto placentero la cuneta, las señales, la gente que ocupaba los coches vecinos de la comitiva, el gris del asfalto y el tamaño de las ruedas del auto vecino.

Inmediatamente me sentí sobrecogido, pero pensé: es inútil asustarse, soy yo mismo ¿cómo me voy a dar miedo yo mismo? Me miré –lo miré- fijamente desde el retrovisor aprovechando una parada del coche, y él –yo-, que seguía absorto en lo de fuera, ni siquiera volvió mi –su- cara para mirarme.

-¿Quién eres…digo…qué haces tú ahí, si yo estoy aquí?, dije como queriendo entenderme a mí mismo.

-Pues ya ves… tú has decidido abstraerte en tus pensamientos, pero yo quiero ver a la gente. Así que parece ser que nos hemos desdoblado para fines diferentes. Mira! –dijo señalando a una furgoneta blanca a nuestra derecha- ella le está tocando…

-Pero qué dices, hombre! No seas descarado, déjalos…

Mi yo se había desdoblado solo para mirar. Y mi otro yo, que era yo mismo, padecía el desdoblamiento solo para pensar, para pensar en sí mismo y en sus -mis- problemas. Un lío, pensé –pensamos-, pero al final aceptamos la mutua compañía como lo menos malo que nos podría ocurrir en un embotellamiento como ese.

Al doblar una curva, unos pocos kilómetros más adelante, atravesamos lentamente un cruce urbano. Un semáforo en rojo nos hizo parar para dejar paso a los que se incorporaban a este cortejo veraniego en el que estábamos sumidos. De pronto, lentamente, acudió a la carretera, con toda su parsimonia, un coche fúnebre, de esos Mercedes enormes, ‘limusina de la otra vida’ lo llamaban algunos. Pasó despacio delante de mí, con su carga visible en la parte de atrás, flores y coronas incluidas. Para mi sorpresa, al volante del vehículo..!iba yo conduciendo, tocado de una gorra azul y una chaqueta oscura! Torcí la cara hacia la derecha, rápidamente, para buscarme en el asiento de atrás… pero no estaba, había desaparecido. Al paso del coche de muertos, yo –él- volví la mirada hacía mí, sonrió –sonreí- y aceleramos –bueno, aceleró- hacia la transversal a toda pastilla, camino libre por delante, a gran velocidad, como para darme envidia con su rapidez ante la invalidez de nuestros coches parados. Parece ser que mi otro yo había decidido cambiar de trabajo… y cambiar de vida.