3.3.09

Juliana (parte I)

Frontera Estados Unidos (izquierda) - México (derecha). Bajada de internet.

Por razones de orden práctico, el viaje de vuelta de México tuve que hacerlo solo. Unos días de trabajo intenso me esperaban y no tenía sentido que Elvira me acompañara. Al fin y al cabo, ella ya consiguió su prejubilación y a mi me parece estupendo que goce de ella. Vendrá con unos amigos dentro de unos días. Respecto al hecho de viajar solo muchos pensarán que, de alguna manera, es una opción aprovechable, una opción de disfrutar un poco de la soledad, más aún cuando habitualmente se viaja acompañado. En mi caso, viajar solo únicamente te libera en el sentido de que no he de ocuparme de otra cosa sino de mi mismo.

En el primer tramo de mi viaje de vuelta, acomodado ya en el asiento del avión que me había tocado en suerte, se sentó a mi lado una señora que de pronto apareció en medio del pasillo. Yo ya pensaba que habían cerrado las puertas de la aeronave, pero faltaba ella. Faltaba hasta que llegó porque se movía lentamente y accedió al avión la última. Entró cargada de una bolsa de plástico llena de no pude saberlo y manejando en la otra mano un bastón en el que torpemente apoyaba sus más de 130 kilos de peso. Joven (más que yo) le calculé unos cuarenta y pocos años, con unas facciones hermosas que la gordura no había podido borrar de su rostro.

La mirada de esta mujer albergaba lo que a mi me pareció un sentimiento de culpa por el mero hecho de ser una mujer obesa. No me extrañó. En esta sociedad que tanto valora el aspecto exterior y sus escuálidas formas –y al igual que ocurre con el tabaco- ser entrado en carnes, ser obeso, está mal visto y o bien indica (ante un subconsciente colectivo debidamente moldeado por algunos medios de comunicación) falta absoluta de voluntad y dejadez personal o bien indica ignorancia y falta de cultura, o bien todo eso junto.

La mujer permaneció durante casi todo el vuelo callada, haciendo verdaderos esfuerzos por mantener sus carnes dentro del territorio personal que su asiento le tenía asignado. Fingí no darme cuenta de eso y olvidé deliberadamente bajar el brazo del sillón que dividía ambos lugares, para darle un respiro y no constreñirla más de lo necesario. Bastante esfuerzo estaba haciendo ella para no desparramarse hacia mi lado.

Por un momento, al comprobar que dos filas más adelante quedaba un asiento libre, sentí la tentación de mudarme, más por ofrecerle la tranquilidad a ella de no tener que preocuparse por mi que porque yo estuviera realmente incómodo. Sin embargo, pensé que levantarse podría ser interpretado como un rechazo a su gordura, a su presencia a mi lado o a la molestia que compartir asiento junto a ella podría suponer. Por ello decidí quedarme en mi asiento y darle, además, algo de conversación.

El trayecto no era largo, apenas una hora de vuelo desde Guadalajara a la Ciudad de México. Sin embargo, dio mucho de sí la charla, que ella agradeció, lo sé, pasando de una situación de incomodidad manifiesta por su parte a la sensación de tranquilidad y relajo que puede dar sentirse aceptada, compartida y estimada. Eso intenté y creo que conseguí.

Aparte de los prolegómenos que a ambos nos situaban en nuestros lugares de origen respectivos –ella vivía en Los Ángeles y yo al sur de Andalucía, en Málaga- tras constatar con una sonrisa los miles de kilómetros que separaban ambos lugares, me contó que se dirigía a México para ver a la familia, a la que añoraba en exceso y a la que estaba castigada a ver solo muy de cuando en cuando.

Nacida en un barrio pobre del Distrito Federal, emigró en los años 90 junto a su marido a los Estados Unidos. Entraron de manera ilegal, como la mayoría de los mejicanos que habitan en ese país, y me aclaró, con cierta vehemencia, que en esos momentos ella no era gorda, que tenía una apariencia normal y unas ganas enormes de comenzar una nueva vida allí donde todos creen que atan a los perros con hot dogs. No tardó en desilusionarse al comprobar que esa tierra de promisión no regala nada a nadie y que las oportunidades de que tanto le habían hablado en su tierra mejicana consistían en trabajos secundarios que los americanos no quieren hacer y que solo personas como ella, que no tienen nada que perder, pueden y quieren aceptar. Es la eterna historia de la emigración.

A los pocos meses de compartir con su marido una habitación en un barrio chicano de Los Ángeles, circunstancias que aún, tiempo después, no ha podido aclarar del todo, situaron a su marido en un lugar equivocado a la hora equivocada. El lugar era un supermercado donde Camilo, que así se llamaba el hombre, entró para comprar pan para la cena; la hora, la que eligieron dos desalmados para entrar en él y atracarlo. La mala suerte quiso que la bala que rebotó en la columna de hierro situada detrás de la caja fuera a estrellarse contra su cráneo, esparciendo sobre el pavimento la vida y las ilusiones de un hombre honrado. La situación de ilegal de la pareja, de ella ya en este caso, le impidió darse a conocer y organizar la repatriación del cuerpo de su marido, so pena de ser expulsada del país con escasas expectativas de vuelta. Así, Juliana, que así se llama mi nueva amiga, haciendo tripas de un corazón herido por la muerte de su esposo, evitó su presencia en la policía, dejando los trámites a otro mejicano conocido que estaba en mejor situación legal.

El cuerpo de Camilo pasó al Los Angeles County Cemetery, sección indigentes, lugar donde entierran a personas documentadas pero faltas de fondos. Allí, en un nicho alto, tanto que cuesta acceder a él como no sea en escaleras, todos los domingos Juliana se las ve y se las desea para colocar ramitos de flores rojas, bañadas por el rocío de sus lágrimas compuestas de material salino y tristeza irreemplazable.

Conforme se desarrollaba nuestra conversación, Juliana parecía olvidarse de su extrema gordura y de los complejos que ella le deparaba. Aislada de su cuerpo, solo ella, su mente, sus pensamientos, con la plática desaparecían las obsesiones, las limitaciones, su condición de cuasi invalidez.

Juliana me confesó que comenzó a engordar pocos meses después de la muerte de Camilo. Como si la pena y la tristeza emergieran de dentro hacia fuera, recorriendo el camino que existe entre la profundidad del alma y las vísceras y órganos importantes, e instalándose en la periferia de su cuerpo materializadas en forma de panículos adiposos que conformarían un nuevo aspecto a su fisonomía, radicalmente opuesto al que tenía cuando llegó a los Estados Unidos y que ya no le habría abandonado hasta nuestros días.

Juliana me comentó que había observado cómo conforme la pena aumentaba, pareja a la profundidad de la ausencia de Camilo, ella se hacía más voluminosa de manera proporcional. Apercibida de ese fenómeno, pensó que la única manera de reducir peso podría ser iniciar un proceso de olvido sistemático de Camilo, progresivo, paulatino, firme. Pero dos motivos impedían que tal proceso se iniciara. De un lado, la idea de olvidar a su marido, el hombre con el que proyectó una vida nueva lejos de su país, el hombre al que entregó todo su amor y su cariño, toda su vida, en suma, olvidarlo, digo, le parecía una idea monstruosa, un acto de egoísmo desmesurado. Camilo no se merecía su olvido y, además, ella no estaba preparada para hacerlo. Por otro lado, la tarea de olvidar no podía ser un acto consciente, no podía ser un objetivo a cumplir de manera premeditada y fría, pues cada vez que fuera pretendidamente pasado el recuerdo al sector del olvidos de su mente, lo volvería a hacer presente en su pensamiento, y con ello, la tristeza volvería a apoderarse de su alma y al final se produciría un efecto contrario al deseado. El empeño, pues, resultaba doblemente difícil de cumplir; en primer lugar por convencimiento claro y en segundo lugar, por evidente orden práctico.

(continuará…)



1 comentario:

fonsilleda dijo...

Me lo estoy pasando bien, espero que el viaje dure todavía. De entrada la siguiente entrega y ¿por qué no?, alguna otra más.
Me gusta porque la protagonista no es una convencional pasajera de avión guapa y eso. Me gusta porque se habla de sentimiento y también porque se excluye el olvido.
Esperemos
Bicos.

(Sigo recibiendo, pero los tuyos solamente)