30.1.09

La caravana

Foto publicitaria del gobierno vasco


Como en la película “Traffic” de Jacques Tati, los coches se agolpaban dando vueltas alrededor de una rotonda una y otra vez, como en un carrusel o un tío vivo en blanco y negro. Parecía como si los mismos automóviles verdes, rojos, amarillos, plateados, girasen una y otra vez alrededor del círculo, en un movimiento contínuo generador de energía almacenable. Aunque no eran los mismos…¿o sí?, despacio, sin prisas, el tráfico discurría –no podía ser de otra manera- lento y serpenteante a lo largo de la carretera esa tarde de domingo.

Habíamos salido por la mañana, descuidando los consejos de las autoridades que pedían espaciar las salidas de los lugares de veraneo, como el lugar de donde yo venía, que maldita la hora que se me ocurrió meterme en el coche en una mañana de un día así. Más coraje me daba saber que yo no era un veraneante que volvía a casa de vuelta de vacaciones; al fin y al cabo, de ser así, que me quitaran lo bailao de unas vacaciones junto al mar sin hacer nada; pero aún me molestaba más que los acompañantes que a ambos lados de la sierpe mecánica hacían el camino conmigo pensaran que sí lo era, veraneante en fase de trasformación como ellos, transformación en currante con síndrome postvacacional. No me importaba nada lo que ellos sufrieran, que ya habrían disfrutado suficientemente durante los últimos quince días. Por el contrario, mis últimos quince días habían sido de los más penosos de mi vida, enredado en unas jornada de trabajo agobiantes por el calor y por la mala sombra de mis clientes, ni uno bueno. A veces pienso que debí haber aceptado el trabajo que Marcial me había ofrecido tantas veces, ese de conductor de coche fúnebre. Pero es que yo, la verdad, no me veía con chaqueta y gorra azul oscura transportando cadáveres del domicilio al tanatorio, del tanatorio al cementerio, del cementerio….a otro muerto. Era un buen trabajo, pagaban bien y no había que correr. Los clientes ya no tenían prisa, mal que les pesase. No sé, a veces pienso que debí aceptar.

La mayoría de los vehículos que circulaban unos pegados a otros, unos detrás de otros, llevaban las ventanillas cerradas. Los aires acondicionados hacían que el aislamiento respecto a los demás fuera mayor, solo mitigado por la radio que, al igual que en el resto de vehículos, ayudaba a pasar el tiempo entre embrague, freno, aceleración y nuevo embrague.

En esa caravana tenía dos posibilidades: o abstraerme en mis pensamientos, elaborando una introspección cuasi hipnótica que me adentrara en mis elucubraciones internas, piloto automático puesto, o entretenerme en observar a los demás, al coche de al lado, al de enfrente, al de atrás a través del espejo retrovisor. Ya lo había hecho otras veces, esto de vigilar al coche de a lado e intentar recrear la vida de sus habitantes, sus conversaciones, sus comentarios y, naturalmente, su parentesco. No era una tarea fácil, salvo en casos flagrantes y evidentes, como el calvo y con gafas que conduce que es marido de la mujer rubia repintada que lleva al lado, o el también zoofílico maridaje de la mujer de 45 al volante, un poco desgreñada, sin pintar, con el pastor alemán ladrador que saca la lengua en el asiento de detrás. Todos estos emparejamientos se formaban en mi mente con una imaginación y credulidad realmente infantil, cuando jugaba a recrear la vida de los otros.

Preferí abstraerme en mis pensamientos. Es verdad que venía de trabajar, que debía llegar a Madrid antes de mañana, que tenía que entregar lo pedidos de mis clientes y supervisar su preparación y posterior envío a primera hora de la mañana del lunes. Pero me sentía engullido, y en fase de postdeglución y lenta digestión por esa anaconda motorizada que avanzaba lentamente, entre acelerones, frenazos y paradas.

De pronto, la sensación de que alguien me estaba mirando se apoderó de mí, como cuando vas en el autobús y sientes una mirada clavada en tu nuca, mirada que siempre encuentras en los ojos de un desconocido que te observa. Yo.. viajaba solo, pero en el asiento de atrás… miré y ¡estaba yo también! Me pude ver sentado en el asiento trasero derecho, con cara feliz, observando todo lo que ocurría en el exterior a través de la ventanilla cerrada. Mi cuerpo –su cuerpo- se balanceaba hacia delante con los frenazos, pero, absorto en lo de fuera, yo, digo, él, no parpadeaba ni dejaba de escudriñar con gesto placentero la cuneta, las señales, la gente que ocupaba los coches vecinos de la comitiva, el gris del asfalto y el tamaño de las ruedas del auto vecino.

Inmediatamente me sentí sobrecogido, pero pensé: es inútil asustarse, soy yo mismo ¿cómo me voy a dar miedo yo mismo? Me miré –lo miré- fijamente desde el retrovisor aprovechando una parada del coche, y él –yo-, que seguía absorto en lo de fuera, ni siquiera volvió mi –su- cara para mirarme.

-¿Quién eres…digo…qué haces tú ahí, si yo estoy aquí?, dije como queriendo entenderme a mí mismo.

-Pues ya ves… tú has decidido abstraerte en tus pensamientos, pero yo quiero ver a la gente. Así que parece ser que nos hemos desdoblado para fines diferentes. Mira! –dijo señalando a una furgoneta blanca a nuestra derecha- ella le está tocando…

-Pero qué dices, hombre! No seas descarado, déjalos…

Mi yo se había desdoblado solo para mirar. Y mi otro yo, que era yo mismo, padecía el desdoblamiento solo para pensar, para pensar en sí mismo y en sus -mis- problemas. Un lío, pensé –pensamos-, pero al final aceptamos la mutua compañía como lo menos malo que nos podría ocurrir en un embotellamiento como ese.

Al doblar una curva, unos pocos kilómetros más adelante, atravesamos lentamente un cruce urbano. Un semáforo en rojo nos hizo parar para dejar paso a los que se incorporaban a este cortejo veraniego en el que estábamos sumidos. De pronto, lentamente, acudió a la carretera, con toda su parsimonia, un coche fúnebre, de esos Mercedes enormes, ‘limusina de la otra vida’ lo llamaban algunos. Pasó despacio delante de mí, con su carga visible en la parte de atrás, flores y coronas incluidas. Para mi sorpresa, al volante del vehículo..!iba yo conduciendo, tocado de una gorra azul y una chaqueta oscura! Torcí la cara hacia la derecha, rápidamente, para buscarme en el asiento de atrás… pero no estaba, había desaparecido. Al paso del coche de muertos, yo –él- volví la mirada hacía mí, sonrió –sonreí- y aceleramos –bueno, aceleró- hacia la transversal a toda pastilla, camino libre por delante, a gran velocidad, como para darme envidia con su rapidez ante la invalidez de nuestros coches parados. Parece ser que mi otro yo había decidido cambiar de trabajo… y cambiar de vida.

4 comentarios:

Melba Reyes A. dijo...

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Hola, querido Víctor, se está prodigando tu imaginación. Me gusta tu historia.

Salud♥s

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Caminante dijo...

Podría acostumbrarme a leerte como se acostumbra uno a leer un diario por la mañana acompañado de un buen café: con sumo placer.

fonsilleda dijo...

¡Puf!, me he divertido mucho. Estás que te sales (valga la vulgar y de moda frasecita). Me gusta venir y leer, leerte (¿me estaré desdoblando yo también).
Me gustan tus historias que nadan entre un realismo a ultranza y un surrealismo que parece que no es.
Te voy a dejar una página literaria por si te interesa, quizá te gustaría pertenecer. Échale un vistazo y, si quieres, date de alta.
O hablamos.
Bicos.

http://www.grupobuho.es/

Ese es el link, ya sabes, si no te funciona aquí (por supuesto, si quieres), puedes copiarlo al guscador.

Carlos Bentabol dijo...

ESTABA CLARO QUE EL DE CONDUCTOR DE COCHE FÚNEBRE ERA LO QUE DEBÍA SER, PESE A QUE NO LO FUERA.... ALTA CONCENTRACION MENTAL PARA ESCRIBIR ESTA HISTORIA SIN LIARTE..... COMO SIEMPRE MUY BUENA, ENTRETENIDA, Y CON CIERTO TOQUE DE SUSPENSE.... SI YO TE LO DIGO, DE HITCHCOCK