22.3.09

El hotelito

Bed, Roar & Breakfast. Fotografía tomada de internet



Elvira y yo tomamos el tren que nos conduciría desde el aeropuerto de Gatwick hasta Brighton, lugar en el que se encontraba nuestra hija Marta desde hacía ya casi un año. Cargado cada uno con su pequeña maleta, abrigo, bolsas y el sombrero de viaje que suelo llevar cuando me traslado, se nos hizo realmente complicado encontrar un asiento libre en ese ferrocarril, cargado de ingleses que volvían de la City de trabajar y algún que otro español que volvía de vacaciones. A éstos les esperaba de nuevo el bar, el restaurante o el hotel donde, por menos de cinco libras esterlinas la hora, se ganaban el sustento mientras aprendían inglés. La gente que iba a bordo del tren, fuera de la nacionalidad que fuera, iba ensimismada en sus elucubraciones, callada, pensativa. Se podía palpar en el ambiente que cada uno iba a lo suyo, y encima de cada cabeza podía verse un bocadillo tipo cómic, una pequeña nube unida al pensante por varias nubecillas pequeñas, albergando pensamientos de todo tipo, unos monocromos y otros a todo color, y todas esas nubecillas, alojadas en el espacio entre las cabezas y el techo del vagón, se unían a las del viajero de al lado formando un manto aborregado de nubes con pensamientos, de colores variopintos en algunos extremos pero generalmente grises y plúmbeos.

Mis dotes de observación me mantuvieron ojeando el cielo interior del tren durante todo el trayecto. De vez en cuando, cuando el viajero acudía a la realidad, al paisaje de la ventanilla o al sándwich que traía en la mochila, su nube pensativa se esfumaba, y solo cuando quedaba absorto de nuevo, con la mirada en el infinito, se formaba de nuevo la nube pensante sobre su cabeza. En el caso de Marta, nuestra hija, también pude ver, en algún momento en el que no conversábamos, los pensamientos de su empeño en, primero, conocer bien el idioma del Imperio, y después, orientar por sí sola su vida y su futuro. Bendita sea. Por suerte, no pude ver pensamiento alguno en ella más que ese.

Marta nos había reservado habitación en uno de los muchos Bed & Breakfast que existen en Brighton, privilegiado lugar al sur de la isla, bañado por el Canal de la Mancha y lugar de veraneo de los pudientes londinenses. En el seafront o Paseo Marítimo se yerguen varios de los más importantes hoteles de la ciudad, todos de gran lujo, con porteros vestidos de librea y chistera con ribetes dorados.

Ese hotelito estaba regido por un inglés y un escocés, y es necesario decir sin remilgos que eran gays y formaban una pareja estupenda. Uno de ellos más amanerado que el otro, lucían los dos unos modales exquisitos que no sabíamos si provenían de su condición de británicos, de gays o de ambas cosas a la vez. Es caso es que, con suma amabilidad, nos recibieron a Elvira y a mi en el minúsculo hall de la entrada, y tras las presentaciones –este tipo de hotelitos es así, entre familiar y distante- nos indicaron nuestra habitación, que se encontraba, como era de esperar, en el segundo piso. Las escaleras de estas casas de familias inglesas reconvertidas en hoteles son terribles, de empinada inclinación y peldaños cortos, enmoquetados, con una barandilla baja imposible de agarrar sin agacharse. Muy educadamente eludieron llevarnos bulto alguno, así que Marta, Elvira y yo nos repartimos la carga y seguimos los pasos del más femenino –Mark, creo que se llamaba y así lo nombraré en adelante-. Al llegar al descansillo del primer piso observé que Mark cambiaba el tono de voz y sus modales se hacían más bruscos, dándose prisa en abandonar el rellano e instándonos a seguirle más rápidamente. Casas oscuras éstas, no había luz en el rellano del primer piso, pero el resto de la casa estaba todo iluminado. Si a Mark le entró prisa y un cierto desasosiego al pasar por ese descansillo no fue, desde luego, por la falta de luz. Le ví mirar de reojo a la puerta de la habitación número 11 y aligerar el paso a continuación. No sé qué pudo producirle esa sensación de agobio, ese cambio de tonalidad en la voz, esa indisimulable angustia que le entró, pero pensé que viviendo como él vivía en ese hotel, siendo ese su trabajo diario, mal podría superarse vivir siempre sometido a tal congoja. Detrás dejamos a Paul, el otro del tándem, que desde abajo nos miraba subir, dándose la vuelta y entrando en la cocina cuando ganamos el primer piso.

Llegó la noche y tras acomodar nuestras pertenencias estratégicamente repartidas por la habitación (reconozco que mi mujer y yo somos especialistas en diseminarlo todo para tenerlo todo a la mano), Marta quiso que saliésemos a dar una vuelta a conocer el centro de Brighton. Yo ya había estado hacía un par de años, pero para Elvira era la primera vez y aceptamos gustosos la propuesta de mi hija. Nos arreglamos, me coloqué el sombrero gris de los viajes, agarramos el abrigo y la bufanda y salimos de la coqueta habitación pasadas ya las diez de la noche. Mark, a nuestra recepción, nos entregó una llave que, según él, abría la habitación, la puerta de acceso al hotel y la cancela exterior. Una sola llave abría todo. En una primera instancia me pareció una gran idea no tener que cargar con llaves diferentes y, como no era un hotel al uso, tampoco dependeríamos de conserjes dormitando a los que despertar. Pero luego no pude por menos que preguntarme que, si otros huéspedes tenían una llave similar, que abriese cancela, puerta del hotel y habitación, a la fuerza esa llave podría –debería- abrir también la mía, y la mía debería poder abrir la suya. Apliqué la lógica del silogismo: si K (mi llave) abre A (la cancela) y abre B (puerta del hotel) y C (puerta de mi habitación) y K’ (llave de otro huésped) abre también A y también B, por fuerza tendrá que abrir no solo C’ (su habitación) sino también C (la mía). O sea, que estamos vendidos, dije yo. Menos mal que las libras que traíamos las llevaba Elvira en su bolso y apenas había nada de valor en la habitación. Además, a qué desconfiar de un lugar aparentemente tan confiable.

Pero llegamos al primer piso. La luz, como ya dije antes, estaba apagada, y el interruptor de la pared no funcionaba. Agarrados Marta a mí y Elvira a Marta, me dejaron el primer lugar exploratorio, la cabeza de una expedición que intentaba sortear los dichosos peldaños enmoquetados. Pobremente iluminado el descansillo del primer piso, como dije, sin querer calculé mal el número de peldaños de la escalera bajante y, cargado de abrigo y sombrero, me adelanté con un traspiés en un conato de caída frontal que amortiguó la puerta de la habitación número 11. Marta, que me seguía agarrada a la cintura de mi pantalón y Elvira, agarrada a la misma zona del pantalón de Marta, chocaron entre sí y contra mí y los tres fuímos a estrellarnos contra esa puerta. Nos quedamos de piedra, asustados por el ruido que, sin querer, estábamos metiendo en el hotelito, a esas horas sumido en una paz que a mi me pareció tremendamente fúnebre. Tras el golpe y nuestro silencio, detrás de la puerta se oyó una especie de rugido animal, no muy alto pero sí muy claro que indicaba que alguien o algo había sido molestado en su descanso o en su sueño. Desde luego, el sonido no parecía humano, y solo gimió una vez. No voy a relatar aquí a la velocidad de vértigo con la que los tres bajamos las escaleras hasta la planta baja, porque es fácil de imaginar. Solo diré que en un plis plas estábamos los tres en la calle, muertos de miedo y alzando la vista hacia la habitación del primer piso, de donde suponíamos provenía el rugido, cuyas cortinas estaban herméticamente cerradas. Una risa nerviosa nos invadió a los tres, que agarrados solidariamente del brazo ante el miedo, aligeramos el paso por la Lower Rock Street en dirección al centro de la ciudad.

Recorrimos una calle larga mientras intentábamos olvidar lo que nos acababa de ocurrir, sin querer darle más importancia. Pero es cierto que, en nuestro interior, resonaba aún ese sonido gutural, extraño, irreconocible, que atravesó la puerta número 11 e inundó el descansillo del primer piso.

Al final de la calle nos encontramos al pie de un reloj victoriano que, a modo de obelisco cronométrico, se alzaba un par de metros sobre la acera marcando un cruce de calles, que llevaban, por un lado, a de donde veníamos; por otro, a la zona comercial de la ciudad; al sur, directo al seafront, y al norte, a la estación del ferrocarril. Brighton es una ciudad cuya vida depende de ese tren, de esa estación. Esa vía es como un tentáculo que la une a la City, sin la que los locales se sentirían huérfanos de padre y madre, aislados de un mundo sin salida acorralados frente al mar. El tren, su tren, es el cordón umbilical a través del que se alimenta y la “ciudad brillante” se mantiene viva.

Después de tomar unas pintas en uno de los pubs más típicos de la ciudad, se nos hacía tarde y estábamos cansados. Decidimos volver, contentos, familiarmente felices, así que nos encaminamos, contando chascarrillos, de nuevo hacia el hotel. A mitad de camino, conforme apreciamos que estábamos llegando a la Upper Rock Street, cesaron los comentarios jocosos y las canciones que canturreábamos y nos pusimos serios. Recordamos el susto que nos llevamos a la salida del hotelito, y yo, para quitarle hierro a la cosa, conté un chiste malo, que nadie rió… por motivos obvios.

A las puertas del Bed & Breakfast, como jefe de la expedición de tres que éramos, con voz autoritaria y llena de confianza, dije:

-Chicas, nada de histerismos a la hora de subir. Comportémonos como personas racionales que somos y no nos dejemos llevar por supercherías y cuantos de hadas. Seguro que para aquel rugido hay alguna explicación razonable, que ahora no es el momento de descubrir. Así que os quiero serenas y enteras. Mañana, Dios dirá.

Y sacando del bolsillo la llave multiusos, abrimos la cancela, después la puerta de la casa y nos adentramos sigilosamente en el interior. Ni un ruido pudimos escuchar en el pequeño recibidor, y los tres procuramos, una vez cerrada la puerta del hotel a nuestro paso, hacer el mínimo ruido mientras iniciábamos la subida al primer piso, como siempre, en semipenumbra. Delante iba yo, detrás Marta y detrás de ella, Elvira. Haciendo acopio de serenidad y templanza, cuando llegamos al descansillo del primer piso, me paré. –Sigue, papá, no te pares, me espetó Marta, pero yo, para demostrarles que nada ocurría, me detuve, interrumpí el paso y los tres nos quedamos plantados frente a la puerta número 11. Hicimos un silencio y nos miramos. Yo pretendía demostrarles, intentando darles seguridad, que no había nada tras esa puerta, que nada malo acechaba tras ella. Pero en el silencio, tras unos segundos de quietud, pudimos oír el sonido de una respiración profunda que atravesaba la puerta. Una respiración serena, pero fuerte, que nos recordaba el cuento del ogro en el que el protagonista se acercaba a él aprovechando el sueño en el que estaba sumido; la respiración relajada no le quitaba ni un ápice de temor ni de tensión a la situación en la que el pequeño robaba del bolsillo del chaleco las llaves de la despensa. Así nos encontrábamos nosotros, semiagachados delante de la puerta, escuchando en absoluto silencio la respiración profunda de algo que dormitaba al otro lado. Ahí había alguien, eso era seguro, el mismo o lo mismo que a la bajada rugió cuando lo despertamos en nuestra caída. La quietud del profundo respirar no nos dio tranquilidad en absoluto. Por el contrario, confirmaba nuestras primeras sospechas –repito, ahí había alguien-, y, tras mirarnos a los ojos, suplicábamos en nuestro fuero interno que en nuestra habitación hubiera un pestillo lo suficientemente potente como para contener el posible ataque de la bestia. No se nos iba de la cabeza el silogismo “Si K abre A y B y C, K’, que también abre A y B, abrirá, además de C’, C. O sea, nuestra habitación. Así que, cuando llegamos a ella, lo primero que hicimos fue asegurar el pestillo y colocar en la puerta una silla a modo de tranca inmovilizadora.

Tras la liturgia femenina de prepararse para el sueño –limpieza de ojos, tónicos faciales, cremas nocturnas, etc., etc.,- toda ella desarrollada en el más absoluto mutismo, pude limpiarme los dientes e intentar desdramatizar la situación, pero esta vez eludí contar un chiste malo. Dos en la noche eran demasiado.

Nos venció el sueño. La cerveza ingerida había hecho su efecto y ningún monstruo conocido o por conocer hubiera sido capaz de turbar nuestro sueño. Por la mañana, al despertar, ya nos habíamos olvidado de los rugidos y las profundas respiraciones del día anterior, y una vez arreglados y dispuestos, pensando que con la luz del día-¡había sol en Brighton, vaya noticia!- todo se ve de manera distinta, procedimos a bajar al restaurante a tomar el desayuno.

-Will you have a british breakfast?, nos preguntó Paul, y los tres, sin estar seguros de los elementos que componían ese ‘desayuno británico’, asentimos, y pensamos: “Que salga el sol por Antequera”.

Una vez en la mesa, Paul, el que se quedó mirándonos mientras subíamos con las maletas, se acercó a nuestra mesa, y, con un acento irrenunciable, pero haciendo gala de un buen acopio de vocabulario español –que parece ser aprendió con un gay hispano en Sitges-, nos dijo:

-Espero que hayan dormido bien, que todo haya estado a su gusto esta noche. No les ha molestado ningún ruido, isn’t? … Me gustaría pedirles perdón si ayer mi compañero Mark no fue muy amable con ustedes cuando les acompañó a su habitación. Deben entender que Mark no es inglés, es escocés, y sus modales no son precisamente maravillosos, fucking scottish. Además, tiene poca sensibilidad para con los animales, no son como nosotros.

-No, por favor –me adelanté a contestar, su compañero fue extremadamente amable.

-Gracias, sir, pero no pude evitar ver la cara y los gestos que puso cuando pasó cerca de la puerta de Lackey.

-No le entiendo…¿a qué se refiere? –contesté

-Sí…me refiero a Lackey, nuestra perra. Bueno, mi perra. Él no la soporta. Acaba de tener cachorros y aún los está amamantando. Es un cielo de perra, una madre estupenda.

-…???

-La tenemos encerrada, por el momento, en la habitación número 12. Es la más tranquila. Hasta que los cachorros puedan valerse por sí mismos. Pero Mark… eso no lo entiende.

-¿En la puerta número 12? ¿No será en la 11?

-No, no… la 11 lleva cerrada hace meses. Tuvimos un desagradable incidente. Un huésped se suicidó en esa habitación. Estaba loco. Durante toda su estancia decía que oía gruñidos y respiraciones extrañas por la noche. Una de ellas, parece ser que presa de una desgarradora angustia, se colgó de una sábana atada a una percha. La mente, que es capaz de inventar las cosas más terribles.

Elvira, Marta y yo nos miramos…y como pudimos, engullimos aquel british breakfast con salchicha que teníamos por delante.


7 comentarios:

fonsilleda dijo...

Me voy a comer pero, lo he pasado tan bien que no puedo dejar el comentario para luego.
Estupendo, divertido, imaginativo, con unos personajes que "he visto" y no puedo dejar de citar el viaje en el tren: delirante y espléndido, me han gustado mucho las nubes.
Te superas queridiño. Lo volveré a leer y ya me contarás si los protagonistas no plantearon el tema de las llaves antes de marcharse.
Bicos.

Melba Reyes A. dijo...


Vas de mejor en mejor. Muy, muy bueno.
FELICITACIONES.

Salud♥s

Fauve, la petite sauvage dijo...

Magistral.

Por cierto, eso del 11... espero que no conozcas lo que voy contando por todas partes sobre ese número que es MI número y que no tenga que darme por aludida xDDDDD

¡O sí! ¡Temblad!

Fauve, la petite sauvage dijo...

¿No me veis en la ventana?

Internautilus dijo...

En la ventana intuyo un cuadro de T. Lautrec, pero no estoy seguro....!la imagen es mu chica¡

Fauve, la petite sauvage dijo...

Ajajajjaj, decía en la ventana del bed&breakfast xDDDDDDDD
-en mi nick tengo la bailarina de Derain.

Carlos Bentabol dijo...

TENDREMOS QUE VIAJAR MAS, A PAISES ANGLOSAJONES... EN EL TROPICO NO PASAN ESTAS COSAS, PERO EL RELATO PONE LOS DIENTES LARGOS, Y QUIEN SABE SI PRONTO VAMOS A UN FAMOSO BED AND BREAKFAST, ESO SI, LLEVARE A MI PERRITA, QUE NO TIENE CARA DE BUENOS AMIGOS.....PARA QUE NOS DEFIENDA...