24.2.09

Mi tío Paco

Imagen tomada prestada de www.eldandy.net


Fue un poco desagradable para mi tía, pero era algo que tenía que hacer más tarde o más temprano. No era cuestión de mantener en el armario tanta ropa, usada una y apenas puesta otra, pero toda de gran calidad. Cuanto antes se despojase de objetos que pudieran recordarle a él, mucho mejor, se decía, aunque la imagen de su sonrisa y su cuerpo desvencijado nunca podrían olvidarse.

Paco, mi tio, murió lleno de una vida que él pretendía retener a cualquier precio. Si hubiera tenido la opción de hacer algún pacto con el diablo, sin duda lo habría hecho, porque a él le interesaba vivir fuera como fuera. Sus manos estaban deformadas por una artritis reumatoide que le atacó ya de mayor, pero que minó su movilidad en poco tiempo. Y el resto de su cuerpo estaba doblado como una alcayata, tanto que fue realmente complicado acostarlo tendido en la caja. No sé cómo se las ingeniaron los empleados de la funeraria, hasta creo que tuvieron que cambiar la caja por una más ancha con el fin de meterlo de lado. Sea como fuere, mi tío Paco se resistía a iniciar el camino de su ausencia hasta una vez muerto.

Las vueltas que da la vida. Mi tío siempre había sido un perfecto gentleman, un Petronio en lo que a elegancia y maneras se refiere. Su sonrisa amplia y franca le habían abierto muchas puertas, y aunque no era en origen de alta cuna ni de posibles, se hizo un hueco, gracias a su simpatía, su presencia y su inteligencia, entre lo mejor de la sociedad de Valencia. Reticentes algunos pero admirado por todos, Paco, mi tío Paco, se codeaba con directores de empresas y directores de bancos, con políticos locales y algunos regionales, con militares de alta graduación y con el obispo, demostrando siempre que no dejaba al pairo segmento social alguno. Sin trabajo estable (“yo soy ciudadano del mundo, no quiero ataduras”) nunca le faltó el sustento ni lo suficiente para llevar una vida cómoda –que no acomodada- sin meterse en trapisondas ni sablazos, sin molestar a nadie; prestaba sus servicios de manera esporádica y puntual, pero bien remunerada, como relaciones públicas de eventos, recepciones, veladas y excursiones, y no había sarao o reunión de alto standing donde él no ejercitara de chambelán de los pudientes. Teniendo el cuenta la época en la que su personalidad y su actividad estaban en su apogeo –años sesenta a setenta y cinco- no es de extrañar que su éxito personal se hubiera cruzado con el éxito económico de muchos especuladores y políticos trepadores.

La vida, su vida, era, sin embargo, lo más preciado para él. Odiaba la enfermedad y la decadencia senil, y nunca aceptó de frente la posibilidad de morirse. Por eso, cuando la degeneración ósea empezaba a hacer mella en su cuerpo, sufría internamente de manera dolorosamente embravecida no tanto por la enfermedad en sí sino por verse objeto de los dardos afilados de la muerte que, a modo de ensayo, habían sido lanzados de manera certera contra sus articulaciones. ¿Cómo él, príncipe de la elegancia, señor de la simpatía, embajador del buen humor, artífice de la felicidad de los otros podía ser objeto de tanta miseria? ¿Qué daño injusto habría inflingido a quién quiera que fuere que le había hecho merecedor de tanta insidia sobre su cuerpo?

Un día, lo recuerdo muy bien, me dijo:

-Juan, ya sabes que por no tener hijos tú eres mi único heredero. Todo lo que tengo, el fatídico día que yo no esté (“..que yo muera” hubiera sido la frase correcta, pero el nunca nombró la palabra muerte en ninguna de sus acepciones ni modalidades, ni como verbo ni como sustantivo; se cuidó muy bien de ello) …todo lo que tengo, repito, será para ti. Por eso quiero que me hagas un favor y una promesa.

-Dime tío, si puedo y está en mi mano, cuenta con ello.

-Pues verás: se trata del día en que me vaya. Ese día, que Dios quiera sea dentro de muchos, muchos años, quisiera que te ocupases de que mi semblante tenga la apariencia de felicidad que antaño me acompañaba, que me vistas con mis mejores galas, que lustres mis zapatos y coloques bien el pañuelo en el bolsillo de la americana. No debe faltar ni un detalle en mi aspecto ante ese viaje.

Mi tío Paco murió doblado, flaco, con los dedos apiñados unos con otros, con los nudillos hinchados y un rictus de dolor imposible de quitar de su rostro. Pero luciendo su mejor americana, su pañuelo de seda y una dignidad altiva que fue el orgullo y la admiración del paraíso de la nada.

12.2.09

Gente de El Otro Lado

Imagen tomada prestada de www.theforbiddenknowledge.com


Ya era un poco tarde para acudir a la llamada de esos amigos, pero hay que reconocer que hacía tiempo que no los veíamos y que no podíamos poner más excusas. Por otro lado, nos apetecía a Alicia y a mi volverlos a ver, recordar con ellos tiempos pasados, saber de sus vidas y sus milagros, de sus hijos y de lo que nos quisieran contar. Tiempo atrás los cuatro formábamos un equipo de risas y aventuras que solo la edad, las obligaciones, los hijos y el trabajo fueron amansando, domesticando, amainando, como ocurre con todo en la vida con el paso del tiempo.

Esa tarde nos llamaron para que fuésemos a cenar a su casa. No podíamos faltar.

Los aperitivos y las cervezas dieron paso a las ensaladas y los mariscos con los que tuvieron a bien homenajearnos, y del vino blanco pasamos a un Ribera del Duero riquísimo que todos alabamos sin mesura, en especial por el acompañamiento generoso que le hacía a la carne guisada por María.

La conversación, como siempre, amena, discurría por los avatares de cada una de las parejas, sus problemas y las soluciones que no se hallaban, la enfermedad de Pablito, las familias y sus cuitas, los otros amigos y sus asuntos... Pero siempre, durante toda la cena flotó en el ambiente, en la mente de cada uno de nosotros, el tema inefable al que nadie debía referirse pero del que todos queríamos, en el fondo, hablar.

En un momento de los postres, cuando el dulzor del helado y los bombones erizaban de gusto las papilas de los comensales, se hizo un silencio, un silencio de esos que la gente atribuye al paso por la estancia de un ángel. Debía ser un ángel caído, o huérfano de padre, porque fue tomar la copa de licor, encender los cigarros y mirarnos a los ojos deseando hablar de lo que prometimos nunca más abordar, para siempre jamás.

Fue María, que dijo:

-Chicos... la verdad es que no os hemos invitado únicamente por el gusto de veros, que también, por supuesto. Hemos pasado demasiado tiempo sin contacto y eso no puede ni debe ser. Os echábamos de menos y no debemos dejar que nuestra amistad de tantos años se apoque y se desvanezca. Pero es que hay un tema... bueno, ya sabéis de qué voy a hablaros... Juan y yo lo hemos estado comentando y....en fin, lo diré: queremos volver a jugar, pero no queremos hacerlo sin vosotros.

Un esperado silencio se apoderó del salón, que solo se vió interrumpido por la carcajada que Alicia y yo soltamos tras mirarnos a la cara. -¡Pero si lo estábamos deseando!, contestó Alicia, y todos, los cuatro, nos reímos a placer deshaciendo en esas risas la grave expectación creada a los postres de esa suculenta cena.

Así pues, rápidamente recogimos la mesa, quitamos el mantel, arrimamos las sillas y dejamos cerca los licores. Juan desapareció por unos instantes para volver con la tabla y el patín. Sentados, de izquierda a derecha: yo, María, Juan y Alicia. Al poner la tabla sobre la mesa hicimos un sentido silencio que parecía un ritual mil veces ensayado.

Juan tomó la palabra, y dijo:

-Amigos: creo que sabéis que esta noche estamos traicionando, de una manera intencionada y declaradamente manifiesta, la promesa que nos hicimos hace unos años de no volver a jugar nunca más a la ouija. Los cuatro recordamos los momentos que pasamos antaño cuando hicimos de este perverso juego nuestro entretenimiento habitual. Todos recordáis los malos ratos que nos hicieron pasar la presencia inesperada de seres que no eran los que invocábamos, de entes difusos que no hacían sino confundirnos, de espíritus maquiavélicos que intentaron jugárnosla de mala manera y que casi consiguen su objetivo. Sé... que tampoco podemos olvidar –y creo que por eso estamos aquí y ahora- los maravillosos momentos en los que pudimos contactar con nuestros padres muertos, con vuestra familia extinta prematuramente –dirigiéndose a nosotros-, con las personas de otras épocas que nos enseñaron tanto y las que tanto bien nos hicieron en vida y que ya no están entre nosotros. Por suerte, los cuatro somos personas formadas, difíciles hoy por hoy de impresionar y hemos leído mucho sobre este tema, además de la experiencia que, a lo largo del tiempo, hemos ido acumulando. Cuando nos prometimos unos a otros no volver a jugar a este malévolo juego, lo hicimos para acabar una etapa de conocimiento e investigación que comenzó como un divertimento y que al final se convirtió en un proceso de incursión en un mundo desconocido en el que nos adentramos y empezábamos a conocer. Afortunadamente, resolvimos cada sesión de buenas maneras, sin grandes ni penosas interferencias externas, y cuando digo externas, ya sabéis a cómo de ‘externas’ me refiero. Bueno, excepción hecha de algunas desagradables intromisiones que todos, hoy, casi recordamos como anécdotas, pero que a cualquier profano le hubieran puesto los pelos de punta. Hoy volvemos a intentar conectar con el mundo de los espíritus porque, en cierta medida, necesitamos –y creo hablar por boca de todos- reafirmar nuestras experiencias y nuestros contactos con el más allá, hacer nuevas preguntas, recoger nuevas respuestas que nos ayuden en nuestros problemas de hoy. Cada uno de nosotros tiene, seguro, preparado su cuestionario, porque vosotros, Roberto y Alicia, ya intuíais que volveríamos a esto... y María y yo estábamos deseando que llegara este momento. Así pues, si no queréis hacer ningún comentario... comenzamos.

Dicho y hecho. Juan colocó el patín sobre la tabla. El patín era una pequeña lámina de madera con forma de corazón y que se deslizaba suavemente gracias a tres bolitas engrasadas que formaban un triángulo. La punta del corazoncito era la que señalaba las letras y números dispuestas sobre la tabla, en forma arqueada, y abajo, las palabras SI y NO.

Dejamos la habitación en semi penumbra, no para dar más sensación fúnebre a la sala, sino para concentrarnos mejor en los movimientos que sabíamos comenzarían –como habían comenzado siempre- nada más empezar las invocaciones. A menudo, en nuestros comentarios, habíamos criticado el oscurantismo de los falsos médiums que se rodean de una parafernalia absurda y ridícula, llena de objetos estrafalarios, velas y demás artilugios con la intención de aparentar estar en otro mundo, que en realidad es puro marketing esotérico. La verdad de todo esto es que los espíritus, desencarnados o no, se manifiestan a determinadas personas en cualquier lugar, hora o acomodo. Incluso, como comentaba un amigo común, “en el despacho de un notario a las doce de la mañana”.

El ritual comenzó posando cada uno la punta de sus dedos sobre el patín. En este grupo que formábamos los cuatro no había, no hubo nunca, desconfianza entre nosotros, quiero decir, nunca ninguno de nosotros jugó la broma absurda de mover intencionadamente la flecha.

Juan se arrogó con nuestra anuencia la dirección del trámite, y suavemente, con sinceridad y sin artificios, lanzó estas palabras:

-Invoco en nombre de los aquí presentes a los espíritus, encarnados o no, que con buena voluntad y de manera fraternal quieran manifestarse. Estamos aquí para oír lo que tengáis que decirnos y para que escuchéis nuestras preguntas y nuestras confesiones. Si estáis ahí, manifestaos.

Años atrás, cuando Juan invocaba estas palabras, quizá sin el convencimiento que le embargaba en estos momentos, nuestro poder de concentración se veía, en alguna ocasión, roto por la risa nerviosa de algún amigo invitado, que, escéptico o miedoso o, si es posible, ambas cosas a la vez, reía como el escolar en misa o en clase de religión; es decir, cuando menos se debe. Fue por eso que decidimos no volver a invitar a nadie, ceñir nuestras reuniones a nosotros mismos, sin interrupciones fuera de tono, ni chistes ni chanzas.

Pasaron unos segundos en los que los cuatro, cabeza baja, ojos cerrados, manteníamos los dedos sobre el patín sin notar influencia ninguna sobre él, ningún movimiento. De pronto, un sonido de guitarra inundó la sala. Fue como si alguien hubiera pasado junto al instrumento y, como en un arpa, hubiera tañido las cuerdas al aire. Teníamos guitarra, sí, y estaba de pié, en un ángulo del salón junto a una maceta de largas hojas como una palmera. Levantamos la mirada al oir el sonido y mirando a la guitarra, vimos aún moviéndose las hojas de la planta; ellas fueron quienes con la punta de sus hojas habían desgranado un sonido entre el bordón y la prima.

Nos miramos los cuatro, pero no asombrados; más bien cómplices de saber que ya había alguien dispuesto a manifestarse y que estaba cerca.

En un momento, sin darnos cuenta, el patín empezó a moverse en círculos, primero de manera suave, luego más rápidamente, casi tanto que nos resultaba difícil seguirle con los dedos. Los movimientos eran anárquicos, sin orden, descentrados, y solo cuando Juan intervino, se apaciguó.

-Espíritu que flotas en esta casa, dinos quien eres. ¿Eres hombre?

El corazón dirigió su punta hacia el NO, y Juan insistió:

-Si no eres hombre, dinos tu nombre, mujer.

Lentamente al principio, pero más rápidamente después, el patín recorrió las letras L, U, I, S, A. Luisa era el nombre de la madre muerta de María, por lo que ella intervino

–Mamá ¿eres tú?

La respuesta afirmativa de la flecha hizo brotar dos lágrimas de los ojos de nuestra amiga, cuyas manos temblaban de emoción. Su madre la visitaba.

-Mamá..¿quieres decirme algo? ¿Estás bien?

C U I D A A M I N I E T O

fue la respuesta a las preguntas. Evidentemente, se refería a Pablo, hijo único de Juan y María, que dormía en la habitación de al lado y que padecía desde muy niño crisis de asma bronquial que le dejan falto de aire y a punto de ahogar su corta vida. Tenía 8 años y ya los médicos le habían diagnosticado una dolencia pulmonar con la que habría que convivir mientras viviese.

Las lágrimas de María se convirtieron en llanto. El sentimiento que le produjo, por un lado, la preocupación de su madre por su nieto, desde el más allá, sentimiento de amor y agradecimiento; por otro lado, llanto por su propio hijo, que ya de tan niño habría de vivir estigmatizado por una dolencia tan preocupante.

Recuperada, y tras la ausencia de la madre de la mesa, Juan invocó de nuevo.

-Presencias y almas de amigos, gente de bien, contactad con nosotros.

Y pasaron solo breves momentos hasta que el patín empezó a moverse otra vez en círculos, con movimientos mucho más anárquicos y difíciles de seguir que los anteriores.

-¿Eres hombre? ¿Estás muerto?

El patín se dirigió a la palabra SI y allí quedó clavado.Inmediatamente, sin dar tiempo a la pregunta siguiente de Juan, empezó a moverse hacia las letras, con esta pauta:

S O Y E M I L I O M E H A N M A T A D O

y otra vez

S O Y E M I L I O M E H A N M A T A D O

y de nuevo

S O Y E M I L I O M E H A N M A T A D O

hasta que Juan dijo

-¿Que Emilio eres? ¿De dónde eres? ¿Qué te ha pasado?

La fuerza del patín hizo movimientos hacia las letras otra vez, y en ellas escribió

L A F U E N T E L A F U E N T E L A F U E N T E

Todos conocíamos a Emilio Lafuente. Era amigo de la pandilla, de cuando éramos mucho más jóvenes. Era un buen amigo que siempre nos consideró y nos brindó su amistad. Tras la muerte de su padre, en Barcelona, tuvo que marcharse a esa ciudad para hacerse cargo de sus negocios, en aquella época prósperos, pero en estos tiempos quién sabe cómo le iría. Muy a menudo, cuando hablábamos en él, nos comentaba lo difícil que estaba todo, que había tenido que pedir dinero fuera de los bancos, a gente que, de alguna manera, le habían impuesto unos socios suyos. No estaba muy contento, pero no pensábamos que sus problemas financieros fueran más allá de lo habitual en tiempos de crisis.

Nos quedamos de una pieza. Juan intentó pedirle más datos, insistió en que explicara esa afirmación, ese “me han matado”, incrédulos de que realmente hubiera muerto. Tras esa manifestación, que no dió más detalles, no hubo más presencias, y decidimos tomarnos un descanso.

-No sé si ha sido una buena idea... me ha dejado muy descolocado esto de Emilio.. no puede ser, dije yo.

-¿Sabes? Hay espíritus que pueden gastar bromas, bromas pesadas, humor muy negro. Ya sabes que muertos pueden ser igual o más cabrones que en vida, respondió María.De cualquier manera, también a mi me ha dejado muy mal sabor de boca. Mejor lo dejamos por hoy.

-Está bien. Pero volveremos otro día, tengo muchas cosas que preguntarle a mi padre, contestó Alicia.

La velada continuó ya más relajada entre copas y música de Pink Martini. Volvieron las bromas, las risas, los bombones y el ambiente distendido que reinó durante la cena. A eso de la dos de la madrugada, Alicia y yo decidimos irnos a casa. La canguro seguro que se había soplado media botella de mi ron y además, había que dormir.

Al día siguiente, al despertar, las imágenes de la tabla alfabética de la ouija, el movimiento del patín, pero sobre todo, la absurda comunicación de mi amigo Emilio, se me agolpaban en la cabeza dando vueltas y vueltas sin permitir despejarme. Eran ya las once de la mañana. Sin apenas balbucear unos ‘buenos días’ con Alicia, quité el móvil del cargador y busqué en la agenda a Emilio Lafuente. Marqué. Ninguna respuesta. Volví a marcar. Nadie contestaba, ni siquiera el contestador automático. De pronto recordé que tenía también el teléfono de su casa, el fijo. Fui al salón y desde el mío marqué ese número. Cuatro timbrazos y nada, pero al quinto... alguien contestó.

-¿Diga?

-¿Hola? Buenos días..¿Eres Elena?

-Sí... ¿Quién es?-Soy Roberto, Elena. El amigo de Emilio. Te llamo desde Málaga. ¿Puedo hablar con él?

Al otro lado un silencio denso se apoderó del teléfono, enturbiado a lo lejos por un leve sollozo.

-¿Elena? ¿Qué pasa, Elena?

Al otro lado, como recuperándose, Elena contestó

-Claro, tú aún no lo sabes... Emilio... Emilio se suicidó ayer tarde. Se arrojó por la ventana de su despacho. Lo enterramos mañana.

Y ahogada en un llanto inconsolable, colgó el teléfono.

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7.2.09

Partir (El piso vacío, y II)

Fotografía (retocada) de Carlos Bentabol

A punto de cerrase la puerta del ascensor, Elvira observó que alguien metía el pie en el escaso hueco para evitar el cierre. Después, una mano huesuda atrapó la puerta y la abrió, y un hombre alto, de aspecto desaliñado, entró en la cabina.

Ella estaba abriendo las cartas que acababa de recoger del buzón, por lo que le sorprendió la intrusión, pero se echó hacia el fondo del ascensor para dejarle espacio. Ni un “buenos días” ni palabra alguna, el desconocido pulsó en el botón del sexto piso y apoyado en una de las paredes, se la quedó mirando. Si ya son bastante engorrosos los viajes en ascensor con gente conocida -con vecinos de esos que ves a menudo, pero con los que no sueles hablar- imagínense lo largo, larguísimo que se le hizo el viaje vertical hasta su casa, situada en el quinto piso. Elvira intentaba leer alguna de las cartas recibidas –siempre los bancos-, jugaba sin cesar con el llavero que portaba en su mano, y le incomodaba sobremanera la mirada fija de aquél hombre. Tenía un aspecto desabrido, hosco, sucio, pensaba ella, su mirada era inquisitorial, fija, a sus ojos… Se veía incapaz de soportarla e intentó evadirla estrujando las llaves en su mano y haciendo como que leía la carta. Nunca la velocidad de un ascensor fue tan lenta ni tan agobiante el periplo, parecía como si deliberadamente la cabina ascendiera de manera especialmente lenta y pesada. Las puertas del ascensor dejaban entrever a través de unos pequeños cristales ovalados el paso de las puertas de los pisos inferiores, que descendían a cámara lenta. Cuánto hubiera deseado Elvira vivir en el segundo.

Cuando lentamente el ascensor paró en el quinto, su precipitación por salir la hizo tropezar en el pequeño desnivel que había entre la cabina y el piso. Hubiera tropezado en una simple línea de tiza, tal era el atolondramiento con el que quiso salir. No llegó a caer, pero, atribulada, salió a paso ligero hacia su casa, mientras se cerraba la puerta tras de sí. A ciencia cierta, no sabía Elvira si lo que había sentido era miedo, desazón, incomodidad, repelús, escalofrío o todo ello junto. No entendía a qué venía la grosera mirada de ese hombre, pero sobre todo no sabía porqué no le había ella preguntado, o increpado, en fin, que algo debía haberle dicho; pero en un trayecto tan corto (Dios mío, ¡tan largo!) no lo consideró oportuno. Al fin y al cabo, nada le había hecho, nada le había dicho (ni los buenos días), solo la miraba. Pero era una mirada que no olvidará jamás. El caso es que entrar en su casa le supuso una liberación absoluta, fue como un estar a salvo de todo, de cualquier mal; todo había quedado atrás al cerrar la puerta de su piso.

Cuando apenas, ya más relajada, abordaba la cocina y dejaba las llaves donde solía, sonó el timbre de la puerta. Dejó las cartas sobre la mesa y se dirigió a la entrada. No solía hacerlo, pero esta vez escudriñó la mirilla. ¡Cielos! -exclamó para sí. Ahí estaba él otra vez, con la mirada fija en el pequeño cristalito, como sabiendo que al otro lado estaba ella espiándolo. Elvira se dio media vuelta y se apoyó en la puerta. No sabía qué hacer, si abrir o no abrir.. no, mejor no abría, preguntaré -pensaba… y aún no tenía verbalizado el pensamiento en su mente cuando sonó de nuevo el timbre.

-¿Quién es? ¿Qué quiere?, preguntó con la voz un poco temblorosa.

-Abra, por favor… Es usted Elvira Fuentes ¿verdad?

-Sí, yo soy. Pero qué quiere, dijo en un tono más firme.

-Necesito hablar con usted. Es algo importante.

Miles de dudas e incertidumbres recorrieron el cuerpo y la mente de Elvira. No sabía qué hacer, no tenía motivos objetivos para no abrirle, pero le daba tanto miedo…un miedo, un rechazo incomprensible… ¿y si era importante lo que tenía que decirle? ¿Quizá sería mejor atenderle en el rellano y que no entrase en casa? ¿Cómo explicar no abrirle…? Por fin, se decidió a entreabrir la puerta, porque solo apenas veinte centímetros la conectaban con el rellano, lo justo para asomar la cara y preguntar.

-Dígame, qué desea.

-Verá señora Fuentes. Antes la ví en el ascensor pero no la reconocí; discúlpeme si he estado fijándome todo el trayecto en usted, pero me resultaba su cara familiar, y ha sido el vecino de arriba el que me ha aclarado que esta era su casa. ¿Puedo pasar?

-Mire.. no tengo por costumbre meter desconocidos en el piso, así que, si no le importa, dígame qué desea.

-Está bien, pero no creo que el rellano de la escalera sea el mejor lugar para decirle lo que tengo que decirle. Soy persona de confianza, se lo aseguro. Solo quiero darle una información y me iré.

El tono de voz del desconocido le inspiró serenidad. Por un momento comprendió que no tenía nada que temer, que parecía una persona sincera y quizá fuera realmente importante lo que tenía que oir, así que le dejó pasar.

Instalados en el pequeño recibidor de la entrada, Elvira le invitó a sentarse.

-Usted dirá.

-Pues verá. Usted no me conoce, pero yo a usted, sí. No físicamente, no, no tenía el gusto. Pero me han hablado tanto de usted que me parece conocerla desde siempre.

-¿…? ¿Quien le ha hablado de mi?

Un corto pero tenso silencio se apoderó de la estancia.

-Su padre. Me ha dado muchos detalles.

-Mi padre murió hace años, respondió con entre enojo y sorpresa. -¿Qué broma es ésta?

-Lo sé, lo sé. No se asuste… yo también. Yo iba en el asiento de al lado la noche de su accidente.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Elvira, que no sabía si enfadarse, estremecerse o ambas cosas a la vez.

-No le entiendo… y me parece de muy mal gusto esta broma. Le agradecería que..

-¿Que me fuera? Primero déjeme explicarle porqué estoy aquí y qué mensaje le traigo.
Mire, la noche que su padre y yo sufrimos aquel fatídico accidente, habíamos recorrido muchos kilómetros juntos. Su padre me recogió cuando yo hacía auto-stop en la carretera, a la altura de Baeza. Fue por la mañana, relativamente temprano. Yo me dirigía como siempre, sin rumbo fijo por las carreteras de Andalucía, buscando.. buscando solo vivir, pasar el tiempo, no me gustaba instalarme en ningún lugar por más de dos o tres días. Sé que iba huyendo de la vida, como si de eso pudiera uno huir, que ni en la muerte se encuentra la paz. Su padre me recogió. En mi vida he conocido una persona como él. Le agradecí enormemente que me subiera, porque ya estaba cansado de andar y de andar; cuando me preguntó a dónde iba, creo haberle dicho: “ A Úbeda”, pero a mi me daba lo mismo donde fuéramos, con tal de no volver sobre mis pasos. Bien, el caso es que me subí a su coche e iniciamos una marcha juntos que duró hasta la noche, es decir, hasta el accidente.

Elvira escuchaba esa historia entre escéptica e interesada; al fin y al cabo, era de su padre de quien estaba hablando, de su padre al que tanto había amado y con el que convivió hasta su muerte. Elvira había quedado huérfana de madre a muy corta edad, así que con solo cinco años, su padre, que nunca volvió a casarse, se hizo cargo de sacar a esa niña adelante. Ahora, con treinta años, la conversación con ese hombre que se hacía pasar por un fantasma le traía recuerdos y vivencias que hubiera preferido olvidar, no porque fueran malos recuerdos sino porque le hacían sufrir de añoranza. No pudo evitar recordar los largos paseos en que por las tardes, tras el colegio, los dos, de la mano, recorrían el Paseo de los Curas, entre árboles y flores, arriates y palmeras. Dar de comer a los patos del estanque era ritual necesario.. ¡pobres patos¡, que se conformaban con picotear las cáscaras de cacahuete que su padre le compraba.

-Bien, y.. ¿a dónde quiere ir a parar?

-¿Me cree usted, señorita? ¿No le resulta difícil de asimilar que yo esté muerto?

-Mire, señor..

-Hurtado. Pero llámeme Luiso, todos me llamaban así.

-Mire Luiso: aún no creo ni dejo de creer nada, porque a estos momentos todo lo que me ha explicado es que usted murió junto a mi padre la noche del accidente y que me trae noticias de él, pero aún no me ha dicho nada que tenga sentido. Ni siquiera me ha demostrado que esté usted muerto. Además… si todo eso es así…¿por qué no ha venido él a contármelo personalmente? Él se podrá imaginar que me hubiera encantado –de ser todo esto verdad- saber que estaba vivo…bueno, muerto, quiero decir... pero que podría hablar conmigo, yo contactar con él…. Bien sabe lo que lo echo de menos…

-Elvira, déjeme explicarle. Él no puede venir porque ya está al otro lado, en una zona final de la que resulta imposible volver. Sin embargo, sí tiene contacto conmigo, porque yo, que llevo toda mi vida dando tumbos, aún estoy en esa fase intermedia que… bueno, esa que los curas siempre han llamado limbo, pero descuide, que ahí no se penan penitencias ni nada por el estilo; los curas habían oído campanas, como se suele decir, pero ni idea de cómo funciona esto. Total, que su padre se sirve de mi para enviarle un mensaje y una petición, que espera que usted sea capaz y tenga la voluntad de llevarla a cabo.

Elvira no salía de su asombro, cada minuto que pasaba se sentía más interesada en lo que ese hombre le estaba contando.

-Está bien, adelante. Dígame.

-Mire Elvira… no se moleste, de verdad… pero es que su padre está sufriendo por usted. Piensa que no debió usted haber hecho lo que hizo, y además se siente culpable de haberla abandonado !como si hubiera sido culpa de él morirse¡; él hubiera querido vivir toda la vida para estar cerca de usted, para cuidarla, al menos hasta que hubiera encontrado a un hombre que la hiciera feliz y le diera a usted hijos y a él nietos. Pero se cruzó esa bestia por la carretera… En fin, concretando… su padre la perdona y le pide, por favor, que inicie ya el camino hacia donde él está. Dice que no tiene sentido quedarse más tiempo.

De pronto, como un remolino enorme empezó a girar alrededor de la cabeza y de la mente de Elvira; miles de sensaciones y pensamientos se agolpaban en su cerebro y, asustada, se miraba las manos y los brazos, se tocaba el cuerpo y se palpaba la cara como reconociéndose. La memoria le volvía a retazos, a golpes, empezaba a recordar el entierro de su padre, sus lágrimas, su pena inmensa, su incapacidad para arrastrar la vida hacia delante sin el cobijo de él, su permanente congoja y su espíritu amargo que no la dejaba vivir ni un día más. La tarde en la que decidió romper con esta vida –sin madre, sin padre, falta de hermanos o tíos u otra familia que la amparase…- la tarde en la que se tiñeron de rojo las aguas jabonosas de la bañera, la tarde en la que decidió abandonar el mundo y abandonarse al camino infinito de la muerte.

Dos lágrimas surcaron el rostro de Elvira, que posando su mano sobre la de este hombre (cual negativos superpuestos), este Luiso que le había traído noticias de su padre, temblándole la voz, le dijo:

-Dile a mi padre que llegaré pronto. Es cierto, es tiempo de partir.

Así fue como, unos días más tarde, dejó de verse, a las seis y media de la mañana, en ese piso vacío, la luz de la habitación del Elvira encendida.

3.2.09

Loco

Fotografía de Ricky Dávila: "Psiquiátrico"

Las veces que yo había estado de visita en ese hospital fueron, afortunadamente, pocas. Tan solo la vez que Marita dió a luz “un precioso niño a que llamarán Juan Antonio” –así versaban las notas de sociedad del periódico local- y la vez que mi padre estuvo ingresado con aquella apendicitis que casi se lo lleva al otro barrio.

En esta ocasión, el motivo era mucho más grave. Era mi alma la que estaba enferma y necesitaba una cura de urgencia. El psiquiatra que me atendió en la fase de delirio le dijo a mi familia que necesitaba tranquilidad, reposo y una medicación fuerte y adecuada a mis dolencias. Así que me ingresaron en el pabellón psiquiátrico del hospital bajo los cuidados del equipo médico habitual.

Pero yo no estaba enfermo. Ellos creían que yo estaba enfermo, pero no lo estaba. Dijeron que deliraba, que llegué a tener suplantación de personalidad, que me creía otro y que hablaba y pensaba como otro, que no era yo. Pero yo no recuerdo nada de eso. Yo simplemente recuerdo que volaba como en un sueño muy real y que me instalaba con todo mi ser –cuerpo y alma- en la persona de otra persona, donde apenas cabíamos los dos sin darnos codazos. Quizá a eso llamen enfermedad, pero para mí fue una experiencia inolvidable. La otra persona elegida se llamaba Roberto, era aproximadamente de mi misma edad y en esa época estudiaba Filosofía y Letras, sección Hispánicas.

La verdad, he de decir que mi instalación en su ser fue voluntaria. Es decir, lo hice aposta, bien dentro de mi sueño real, bien estando despierto, ahora no lo recuerdo. Pasamos unos cuantos días juntos, casi una semana, en la que me acostumbré no solo a sus duchas frías diarias –odio el agua fría- y a sus desayunos a base de cereales (¡con lo que a mí me gustan las tostadas con mantequilla¡) sino también a escuchar las clases sobre Saussure, los sintagmas, los morfemas y toda una retahíla de conceptos lingüísticos que chocaban de frente con los estudios de matemáticas que yo cursaba en la Facultad de Ciencias. Digamos que las elucubraciones filosóficas sobre lo que era lengua, idioma, habla y lenguaje, con las que Roberto se deleitaba en clase no tenían nada que ver con lo que yo estudiaba, matemática aplicada al cálculo de variables y la interrelación de los logaritmos neperianos con la estadística en socioeconomía. Pero en fin, los dos, Roberto y yo, ambos en el mismo cuerpo –el suyo- llegamos a compenetrarnos como buenos amigos, casi hermanos, durante ese corto periodo de tiempo.

Tal cual acabo de expresarlo aquí, así mismo se lo expliqué, una y otra vez, a los psiquiatras que vinieron a verme, en los momentos de lucidez que las drogas que me obligaban a tomar lo permitían. Sé que pensaban que estaba loco, aunque ellos siempre emplearon términos mucho más técnicos que, al fin y al cabo, venían a decir lo mismo: “disociación cognoscitiva de la personalidad”, “trastorno disociativo de la identidad” y otras por el estilo.

Quince días estuve encerrado en el pabellón psiquiátrico del hospital, donde por la tarde venían a visitarme mi hermana y mis padres, con lágrimas en los ojos haciendo un gran esfuerzo por no soltarlas, al menos en mi presencia.

Una tarde de esas, estando ellos en la habitación, entró una enfermera. La enfermera no sabía nada de mi enfermedad, quiero decir que solo conocía el diagnóstico, pero no los pormenores. Dirigiéndose a mi madre, dijo:

-Tiene una visita. Pregunta que si puede pasar a ver a su hijo.

-Supongo que sí, contestó mi madre.. –¿Quien es?

-Es un chico, señora. Se llama Roberto. Dice que son amigos y que le echa de menos.
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El piso vacío

Imagen bajade de internet

Por más que se empeñaba el portero de la casa en decirme que en ese piso no vivía nadie, yo por las mañanas, cuando me iba a trabajar, veía luz en una de las ventanas. Yo me levantaba temprano cada día, mal que me pesase, porque mi jornada laboral empezaba a las siete, hasta las tres de la tarde; así, a eso de las seis y media de la mañana de cada día laborable cogía el coche del aparcamiento que estaba bajo de casa. La costumbre de mirar a las ventanas de mi casa viene de mi infancia. Por inercia, desde pequeño, cada vez que salía a la calle y me disponía a atravesar el túnel que unía el patio con la callecita Navas de Tolosa, volvía la cara hacia el balcón de mi casa, donde siempre se apostaba mi madre para despedirme con un gesto de su mano. Atravesar ese túnel, cuyo techo era el suelo de otro piso en el que vivían vecinos de esos bloques, era como escapar a un mundo diferente, a un mundo ajeno y cosmopolita alejado en el tiempo de los devenires añejos de mi barrio. ‘Bajar al centro’ era cuestión de diez minutos, pero siempre fue un paseo que me sacaba de ese gueto antiguo donde yo vivía. Bien pensado, la palabra barrio no era adecuada. Los pisos donde yo vivía lo componían tres bloques construidos en los años 50 y que vistos desde el cielo tienen forma de E. Fueron los primeros pisos modernos de mi ciudad, con techos no tan altos ni ventanas tan enormes como las casas de vecinos al uso. Con ascensor y portería, los sótanos de cada portal albergaban todo un sistema de calefacción por caldera que nunca funcionó. Los radiadores que había en cada habitación en una ciudad costera y sin fríos de importancia como la nuestra constituían un lujo asiático a todas luces innecesario. Tanto, que en esa época aún de posguerra, nunca hubo dinero ni posibles para hacerlos funcionar.

Como decía, solía mirar a mi casa cuando me iba, fuera la hora que fuera. Sabía que ahí estaría mi madre, apoyada en la barandilla del balcón, mirando los barcos anclados en la bahía y viendo pasar a los vecinos por la acera del bloque de enfrente.

Por eso, cada mañana, aun a sabiendas de que, por la hora, nadie recibiría mi mirada, volvía a mirar a mi casa, y más arriba, ineludiblemente, veía la ventana de una habitación encendida en ese piso que todos suponíamos vacío.

Para mi supuso un misterio que nunca acerté a esclarecer, porque todos en la casa sabíamos que en ese piso no vivía nadie desde hacía varios años. Le pregunté al portero, ya de forma un poco cargante, lo reconozco, si acaso los dueños o algún amigo de los dueños pudieran estar alojados en él, sin habérselo hecho saber, sin aviso alguno. Pero el portero me recordó que los dueños del piso murieron sin herencia y que nadie en la Comunidad tenía llave para entrar, ni siquiera él.

Un tarde, en el ascensor me encontré a Azucena, una vecina de mi edad con la que solía charlar cuando me la encontraba en la escalera. Con ella, además de la vecindad, compartía la afición a la pintura y al arte en general. Vivía en uno de los cuatro pisos del rellano donde se encuentra el que yo veía encendido cada mañana, justamente al lado, puerta con puerta. Le pregunté –Azu..¿has notado algo raro en el piso vacío? ¿Has oído algún ruido, algún movimiento de muebles, has visto alguna vez entrar a alguien? Azucena se extrañó de mi pregunta y categóricamente me aseguró que nunca había visto ni notado nada fuera de lo normal.

Para mi la visualización de la ventana de la habitación encendida cada mañana, a las seis y media, empezaba ya a suponer un problema de obsesión. A veces me paraba, durante minutos, mirando hacia arriba, intentando adivinar alguna sombra moverse, algún resplandor diferente, algún… espejismo que me hiciera comprender lo incomprensible. Otras veces intentaba no mirar, coger el coche y salir pitando sin fijar mis ojos en la luz. Pero al final siempre miraba, siempre fijaba la vista para ver siempre lo mismo.

Un día de un invierno no muy lejano, sobre nuestra ciudad arreció una tormenta terrible, de esas que arrasan tejados y árboles con la fuerza de un viento desolador. Duró la tormenta toda la noche y mi despertador no tuvo la delicadeza de apreciar lo ingrato del clima y sonó, como siempre, a la hora de siempre. A las seis y media, cuando me disponía a coger mi coche, un relámpago tronó sobre el cielo y la luz de todo el barrio, de todo los bloques de pisos de la zona se cegó, dejando a oscuras las farolas de los portales, los focos del Paseo Marítimo y ennegreciendo aún más la noche de lluvia y viento. Como siempre miré a mi casa, acción irrefrenable que nunca quise evitar. Y allí, en la ventana de la habitación del piso cerrado, a pesar de la negra oscuridad reinante, lucía como siempre esa luz , iluminando quién sabe qué espíritus, qué presencias, qué recuerdos o qué pasadas vivencias.