30.1.09

La caravana

Foto publicitaria del gobierno vasco


Como en la película “Traffic” de Jacques Tati, los coches se agolpaban dando vueltas alrededor de una rotonda una y otra vez, como en un carrusel o un tío vivo en blanco y negro. Parecía como si los mismos automóviles verdes, rojos, amarillos, plateados, girasen una y otra vez alrededor del círculo, en un movimiento contínuo generador de energía almacenable. Aunque no eran los mismos…¿o sí?, despacio, sin prisas, el tráfico discurría –no podía ser de otra manera- lento y serpenteante a lo largo de la carretera esa tarde de domingo.

Habíamos salido por la mañana, descuidando los consejos de las autoridades que pedían espaciar las salidas de los lugares de veraneo, como el lugar de donde yo venía, que maldita la hora que se me ocurrió meterme en el coche en una mañana de un día así. Más coraje me daba saber que yo no era un veraneante que volvía a casa de vuelta de vacaciones; al fin y al cabo, de ser así, que me quitaran lo bailao de unas vacaciones junto al mar sin hacer nada; pero aún me molestaba más que los acompañantes que a ambos lados de la sierpe mecánica hacían el camino conmigo pensaran que sí lo era, veraneante en fase de trasformación como ellos, transformación en currante con síndrome postvacacional. No me importaba nada lo que ellos sufrieran, que ya habrían disfrutado suficientemente durante los últimos quince días. Por el contrario, mis últimos quince días habían sido de los más penosos de mi vida, enredado en unas jornada de trabajo agobiantes por el calor y por la mala sombra de mis clientes, ni uno bueno. A veces pienso que debí haber aceptado el trabajo que Marcial me había ofrecido tantas veces, ese de conductor de coche fúnebre. Pero es que yo, la verdad, no me veía con chaqueta y gorra azul oscura transportando cadáveres del domicilio al tanatorio, del tanatorio al cementerio, del cementerio….a otro muerto. Era un buen trabajo, pagaban bien y no había que correr. Los clientes ya no tenían prisa, mal que les pesase. No sé, a veces pienso que debí aceptar.

La mayoría de los vehículos que circulaban unos pegados a otros, unos detrás de otros, llevaban las ventanillas cerradas. Los aires acondicionados hacían que el aislamiento respecto a los demás fuera mayor, solo mitigado por la radio que, al igual que en el resto de vehículos, ayudaba a pasar el tiempo entre embrague, freno, aceleración y nuevo embrague.

En esa caravana tenía dos posibilidades: o abstraerme en mis pensamientos, elaborando una introspección cuasi hipnótica que me adentrara en mis elucubraciones internas, piloto automático puesto, o entretenerme en observar a los demás, al coche de al lado, al de enfrente, al de atrás a través del espejo retrovisor. Ya lo había hecho otras veces, esto de vigilar al coche de a lado e intentar recrear la vida de sus habitantes, sus conversaciones, sus comentarios y, naturalmente, su parentesco. No era una tarea fácil, salvo en casos flagrantes y evidentes, como el calvo y con gafas que conduce que es marido de la mujer rubia repintada que lleva al lado, o el también zoofílico maridaje de la mujer de 45 al volante, un poco desgreñada, sin pintar, con el pastor alemán ladrador que saca la lengua en el asiento de detrás. Todos estos emparejamientos se formaban en mi mente con una imaginación y credulidad realmente infantil, cuando jugaba a recrear la vida de los otros.

Preferí abstraerme en mis pensamientos. Es verdad que venía de trabajar, que debía llegar a Madrid antes de mañana, que tenía que entregar lo pedidos de mis clientes y supervisar su preparación y posterior envío a primera hora de la mañana del lunes. Pero me sentía engullido, y en fase de postdeglución y lenta digestión por esa anaconda motorizada que avanzaba lentamente, entre acelerones, frenazos y paradas.

De pronto, la sensación de que alguien me estaba mirando se apoderó de mí, como cuando vas en el autobús y sientes una mirada clavada en tu nuca, mirada que siempre encuentras en los ojos de un desconocido que te observa. Yo.. viajaba solo, pero en el asiento de atrás… miré y ¡estaba yo también! Me pude ver sentado en el asiento trasero derecho, con cara feliz, observando todo lo que ocurría en el exterior a través de la ventanilla cerrada. Mi cuerpo –su cuerpo- se balanceaba hacia delante con los frenazos, pero, absorto en lo de fuera, yo, digo, él, no parpadeaba ni dejaba de escudriñar con gesto placentero la cuneta, las señales, la gente que ocupaba los coches vecinos de la comitiva, el gris del asfalto y el tamaño de las ruedas del auto vecino.

Inmediatamente me sentí sobrecogido, pero pensé: es inútil asustarse, soy yo mismo ¿cómo me voy a dar miedo yo mismo? Me miré –lo miré- fijamente desde el retrovisor aprovechando una parada del coche, y él –yo-, que seguía absorto en lo de fuera, ni siquiera volvió mi –su- cara para mirarme.

-¿Quién eres…digo…qué haces tú ahí, si yo estoy aquí?, dije como queriendo entenderme a mí mismo.

-Pues ya ves… tú has decidido abstraerte en tus pensamientos, pero yo quiero ver a la gente. Así que parece ser que nos hemos desdoblado para fines diferentes. Mira! –dijo señalando a una furgoneta blanca a nuestra derecha- ella le está tocando…

-Pero qué dices, hombre! No seas descarado, déjalos…

Mi yo se había desdoblado solo para mirar. Y mi otro yo, que era yo mismo, padecía el desdoblamiento solo para pensar, para pensar en sí mismo y en sus -mis- problemas. Un lío, pensé –pensamos-, pero al final aceptamos la mutua compañía como lo menos malo que nos podría ocurrir en un embotellamiento como ese.

Al doblar una curva, unos pocos kilómetros más adelante, atravesamos lentamente un cruce urbano. Un semáforo en rojo nos hizo parar para dejar paso a los que se incorporaban a este cortejo veraniego en el que estábamos sumidos. De pronto, lentamente, acudió a la carretera, con toda su parsimonia, un coche fúnebre, de esos Mercedes enormes, ‘limusina de la otra vida’ lo llamaban algunos. Pasó despacio delante de mí, con su carga visible en la parte de atrás, flores y coronas incluidas. Para mi sorpresa, al volante del vehículo..!iba yo conduciendo, tocado de una gorra azul y una chaqueta oscura! Torcí la cara hacia la derecha, rápidamente, para buscarme en el asiento de atrás… pero no estaba, había desaparecido. Al paso del coche de muertos, yo –él- volví la mirada hacía mí, sonrió –sonreí- y aceleramos –bueno, aceleró- hacia la transversal a toda pastilla, camino libre por delante, a gran velocidad, como para darme envidia con su rapidez ante la invalidez de nuestros coches parados. Parece ser que mi otro yo había decidido cambiar de trabajo… y cambiar de vida.

28.1.09

El cura

Fotografía de M. Cascales

Era lunes, y la tarde se presentaba lluviosa y fría, así que la perspectiva de salir a la calle con ese tiempo se me hacía penosa y cuesta arriba. No me apetecía moverme del sillón en el que disfrutaba de una agradable lectura, pero lo cierto es que tenía una cita ineludible con el sacerdote que habría de oficiar mi funeral, y no quería que pensara que era un maleducado o un insensible, después de que el hombre se había ofrecido de manera desinteresada.

Así que, con gran pereza, dejé la lectura cuando calculé que era la hora adecuada, me vestí de calle, abandonando esas zapatillas a cuadros que me regaló mamá y me dispuse a salir en busca del cura. ¿Porqué no ir en zapatillas, con lo cómodo que estoy? Recuerdo que el poeta Hierro no acudió a recoger un premio porque ¡tenía que quitárselas para salir de casa! Pero yo no era José Hierro ni me iban a dar ningún premio, muy al contrario, lo que esperaba de ese hombre con el que me había citado seguro que eran reproches y consideraciones morales, pero yo no estaba por la labor de aguantar demasiado recriminaciones de la Iglesia; si había aceptado acudir a su llamado era porque se me ofreció a oficiar un funeral laico, sin sotana y sin alusiones a Dios, únicamente con conceptos éticos y de moralidad universal, sin referencias teológicas a lo divino.

Mi amigo Juan, que me lo había presentado meses atrás, me aseguró que era un sacerdote atípico. Lleno de dudas y de lecturas, se había afianzado en su profesión de pastor de almas como única manera de sobrevivir a una vida entregada a los demás ‘por amor la hombre’, no por ‘amor de Dios’, al que, decía, representaba pero nunca llegó a conocer en su versión más íntima, es decir, en su interior.

Dice mi amigo que este cura sufría lo indecible cada día intentando dar sentido a unas misas que, obligado a dar, le parecían liturgias sin justificación trascendente. Alejado de la idea de dejar los hábitos –realmente el único paso adelante razonable dada su situación, pensaba yo-, se instalaba en una desesperanza tal que, como el homosexual encerrado en el cuerpo de otro sexo, se sentía prisionero de un razonamiento que lo alejaba de Dios, pero que, a la vez, lo acercaba a los hombres, a lo que él llamaba ‘el prójimo’, tan necesitado y tan débil.

Bien pensado, él no tenía que reprocharme nada, pensé. Muy al contrario, como mucho reprocharse a sí mismo, por vivir una condición en la que no cree. Y si lo que pretende es hacerme disuadir de la idea del suicidio, no lo permitiré, me decía a mi mismo mientras caminaba hacia su parroquia bajo un cielo amenazante, gris y helado. Acaso intentará razonar, ya que no invocar a Dios, para hacerme cambiar de idea, pero yo lo tenía todo muy bien meditado. La forma, el medio, el cuándo y el cómo. Sería el viernes, a media tarde. Lo tengo todo atado y bien atado, valga, pues, la redundancia.

Llamé al timbre de lo que parecía la entrada a la sacristía de la parroquia. Me abrió él, vestido de gris, con un jersei de esos que usan los curas para no ir vestidos de curas pero para que todos sepan que lo son. Él era un cura atípico, es verdad, pero cuidaba las formas que lo hacía reconocible entre los parroquianos.

-Siéntate, por favor.

-Gracias. He venido porque Juan me ha dicho que querías hablarme de un ofrecimiento.

-¿Qué te ha dicho exactamente?

-Pues nada, que sabías que tenía pensado suicidarme y que querías hacer un responso laico, ya que conoces mi ateísmo y mi iconoclasia pertinaz. Y he venido a ver qué me ofreces, en realidad. Ya sabes que yo abomino de la Iglesia, de las iglesias en general, y que la idea de Dios no está entre el catálogo de ideas de mis pensamientos.

-Éste Juan nunca se entera de nada, dijo con una media sonrisa que me sorprendió. No, no es así en realidad, es todo lo contrario.

-Ya sabía yo que de alguna manera pretenderías quitarme la idea de la cabeza, que querrías disuadirme de mis intenciones, pero lo entiendo. Es tu trabajo y en cierto modo tu obligación, pero yo…

-Calla, calla, no es nada de eso, me interrumpió. Se trata de lo siguiente: verás, yo no puedo vivir más así. Estoy en una contínua contradicción, en un sinvivir que no puedo soportar. Juan ya te habrá comentado algo, si no lo ha tergiversado como suele. A veces he pensado que debería colgar la sotana y dedicarme a lo que me gusta, ayudar a los demás, meterme en una ONG, o algo así, pero no puedo. Me siento incapaz de traicionar el mensaje que durante tanto tiempo he dado a los demás, desde mi figura de representante de Cristo, porque como tal me ven y me siguen. No sé si sabes que tengo una de las feligresías más importantes de la ciudad; son, para el obispado, los creyentes más colaboradores de las parroquias de aquí, los más influyentes, los más asistentes, la mejor comunidad católica del municipio. Mi labor como pastor está reconocida entre mis superiores, y si no me han trasladado a misiones más importantes dentro de la Iglesia ha sido por mi permanente negativa a aceptarlos, bajo la excusa –por otro lado bastante real- de que quería estar cerca de la gente, a pie de calle. Por eso no puedo abandonar la sotana, serían muchas las personas a las que defraudaría.

-Entonces…¿de qué se trata, exactamente?

-Verás… sé de tu capacidad intelectual, he leído alguna de tus obras y tus razonamientos me parecen lógicos e incluso atrayentes. Y me gustaría que tú dijeras unas palabras en mi entierro. No permitiré que lo haga ningún colega, ni el obispo, que seguro que se ofrece. Quisiera que fueras tú, que basaras tu predicamento en lo que ha sido mi vida dedicado a los demás y a la ética que siempre, en realidad, movió mi motor solidario. Tú, ateo, no hablarás de Dios, sino de los hombres y del porqué vivir para los hombres. Necesito que me hagas ese favor y tenerlo todo preparado. Me suicido el viernes.

Entendí todo perfectamente. Le apoyé en su decisión y le prometí que haría lo que me pedía. Pero me fastidió bastante, mucho diría yo, tener que aplazar mi proyecto por culpa de un cura.

27.1.09

Las Meninas

Versión de Las Meninas de la Factoría Pláxtica


Se había encaprichado mi sobrino en ver de nuevo Las Meninas. Ni recuerdo la de veces que habíamos acudido los dos a contemplar esa obra espléndida de Velázquez, quizá el más emblemático y conocido de sus trabajos. Mi sobrino Julio tenía una especial predilección por él y a pesar de su corta edad gustaba de deleitarse en su contemplación, y admiraba, cada día con mejor conocimiento, su estructura, su composición y la maestría de las pinceladas. Julito quería ser pintor, era el sueño de su corta vida, y ya con ocho años tomaba clases de pintura en la academia de un amigo de su padre, mi hermano.

Entramos en el Prado por enésima vez y tras el cruce de pasillos que conducen a la sala se podía apreciar en su mirada la excitación presente ante la inminente llegada frente al cuadro. Julio se había empapado de toda la literatura que sobre Las Meninas se había publicado, todas las teorías que se habían enunciado sobre esa obra tan magnífica. Teorías sobre qué cuadro en realidad estaba pintando Velázquez, qué pintura cubría el lienzo que él tenía delante y otras sobre quién visitaba la sala en el momento de la instantánea, si la corte de niños a los reyes o los reyes al grupo de infantes juguetones . Pero lo que más intrigaba a Julito eran los personajes, su cualidad, su personalidad, su vida propia. Se conocía al dedillo el nombre, cargo y ocupación de cada uno de ellos, desde Nicolasito Pertusato, niño como él, cuasi maltratador de perros, hasta el prelado Ruiz Azcona, semioculto entre el sfumato de la enorme sala donde se desarrolla la acción.

Esa tarde observé que Julito se acercaba, en la medida en que los guardas y el cordón de maroma vestido de terciopelo grana lo permitían, demasiado a una de las zonas del cuadro, exactamente la parte en la que reinaba la enana hidrocéfala Mari Bárbola. Allí, tras el perro, como mirando a la cámara de quien tomara la célebre instantánea, la menina se mostraba ante el mundo arrogante y segura, impávida ante la visita regia, como diciendo “aquí mando yo”. Julito no hacía más que mirarla, de lado, de frente, de un perfil imposible ante la bidimensión del lienzo. Buscaba no sé qué misterio en la mano de Mari, no sé qué explicación al contenido de la bolsa de piel que sostenía con la mano izquierda. “Ahí está el veneno”, espetó muy seguro. -¿Qué veneno, Julito? pregunté extrañado. “El veneno que mató a Velázquez”.

Julio, mi sobrino, tenía doce años. Llevaba dando clases de pintura desde los ocho y durante todo ese tiempo había estudiado la técnica de las luces y las sombras, el dibujo, el color y las texturas. Pero además, Julito sentía pasión por las intrigas y los cómics de novela negra, los detectives, los policías y los superhéroes. Sabía mi sobrino que Diego Velázquez murió de Terciana sincopal minuta sutil o, lo que es lo mismo, de intoxicación por alimentos en mal estado o por veneno, aunque si no hubiera sido por eso podría haber sido simplemente por el propio nombre de la enfermedad, que era, de por sí, como para matar del susto a cualquiera. Nadie nunca reparó en el origen exacto del producto asesino, simplemente los médicos de Felipe IV diagnosticaron la enfermedad un 31 de julio y un 6 de agosto Velázquez murió. Julito tenía su teoría, su propia teoría sobre la muerte del pintor; no era capaz de aceptar que su maestro muriese por causas naturales. Mi sobrino aseguraba que alguna relación había de existir entre Mari Bárbola y el pintor, y que fue ella, con el veneno que guardaba en la bolsa de piel que sujetaba en Las Meninas, quien envenenó al maestro en la cocina de palacio. Dice Julito de nunca perdonó la Bárbola a Velázquez que, ante el rey, le espetara: “Quédate quieta, enana de mierda”. Y se vengó.

25.1.09

Los vecinos de arriba

Imagen bajada de internet


Fue realmente complicado aparcar el camión de la mudanza frente a la casa donde vivo. La calle era estrecha y cortaba el paso a cualquier vehículo que intentara pasar, por lo que mis nuevos vecinos solicitaron permiso por escrito a la Policía Local para cortar la calle.

La descarga de sus muebles y de sus enseres no aportó nada extraño o fuera de lugar. La cama, muebles varios, sillones y los electrodomésticos, junto a cajas de cartón perfectamente embaladas formaban el ajuar de esta nueva pareja que, recién casados, venían a vivir justo en el piso de arriba.

Llevaba ese piso cerrado varios años, tras la muerte de su última inquilina, una señora mayor que vivía sola y que, al decir de otros vecinos, se dejaba ver poco y cuando lo hacía era para pedir socorro. Recuerda mi madre que una vez salió al rellano de la escalera totalmente desnuda gritando que en su baño había un fantasma, que había entrado cuando ella estaba aseándose y que le había susurrado al oído “morirás colgada”, hasta que ella, presa del pánico, abandonó la casa en semejante estado de desnudez.

Mis vecinos nuevos supongo que no conocían historia alguna sobre la antigua habitante de su nueva casa, nadie les dijo. Se encargaron durante dos meses en hacer las obras que consideraron oportunas para reformar el piso a su gusto, y durante dichas obras –en las que tiraron paredes y alicatados y reestructuraron a fondo la distribución original- pasaron por la casa tres cuadrillas diferentes de peones y albañiles. Fue comentado, aunque no comprendido en la escalera, ese hecho, aunque siempre se achacó el cambio de trabajadores a la posible intransigencia de ella para con las terminaciones o a la falta de profesionalidad de los obreros, que produjeron su cese por tres veces seguidas.

Sea como fuere, por fin el piso quedó arreglado y mis vecinos se mudaron. Coincidí con ellos en el ascensor un par de veces, pero a pesar de que mi actitud era la de ofrecer conversación y en cierta medida darles la bienvenida al vecindario, la suya era parca en palabras y seria, por lo que no consideré oportuno iniciar más ningún intento de acercamiento ascensoril.

Contaba mi madre que a la vieja inquilina del piso de arriba se la llevaron un día con la cabeza perdida. Ella, que la había conocido huraña, pero cuerda, recordaba los temores de la anciana, que un día le hizo partícipe cuando bajó a recoger una pieza de ropa que cayó a nuestro tendedero. “En mi casa hay gente rara…. No me dejan dormir por la noche….les encanta acosarme en el baño…”. Mi madre siempre pensó que eran cosas de vieja, y nunca le dio importancia. Solo aquél día en que se la llevaron dando gritos pensó mi madre que sí, que algo pasaba en esa casa. Subió, al oir el alboroto, y a través de la puerta abierta pudo ver, de la lámpara del salón, cómo colgaba una cuerda, aún balanceándose en aquél momento. Sintió miedo y frío y comprobó cómo se cerraba la puerta sola que los sanitarios habían dejado abierta en la tarea de trasladar a la pobre mujer.

Hoy, en casa de mis vecinos, cada noche, se oyen ruidos y correr de muebles absolutamente impropios de una casa instalada. Mi madre y yo lo oímos cada noche, cada rato, hasta las doce de la noche aproximadamente. Es como un mover de sillas de un lado a otro, pasos marcados y fuertes, portazos y movimiento de ventanas abriéndose y cerrándose, pero ni una voz, ni una palabra. Mi madre vió ayer a los vecinos, que subían a su casa en el ascensor. Me dice que parecían mucho más viejos que cuando llegaron, hace unos meses, que ella iba con la cabeza agachada y triste y que él llevaba una bolsa en la mano de la que asomaba un cabo de cuerda.

23.1.09

La búsqueda

Fotografía de Carlos Bentabol

Muchas veces había pensado qué pedirle al mundo que pudiera hacerle feliz. Al fin y al cabo, el mundo, la vida, estaban ahí para ofrecerle algo que justificara su estancia en él, su vivir cotidiano, si no ya me dirán qué carajos hago yo aquí, se decía. Tenía una visión del mundo un poco utilitarista, pragmática y consideraba la eficacia como algo fundamental: yo he nacido para algo y si no es así, no estaría de más largarse a la nada de donde vine, decía.

Reflexiones como ésta eran habituales en él; el problema es que esa permanente búsqueda no le traía respuestas, al menos las respuestas que él esperaba. Vivir para trabajar, no, por supuesto. Vivir para enriquecerse, podría ser, pero resultaba tremendamente difícil conseguirlo. Vivir para ayudar a los demás… bueno, eso que cada uno se apañe como pueda, que igual estoy yo de solo y me busco la vida, decía. Vivir para tener hijos.. pues no, mire usted, con un infeliz que se pase el día buscando su destino me parece que hay suficiente, pensaba.

No creía en Dios, porque no entendía que un ser omni-todo tuviera la mala sombra de crear gente para nada, esto de nacer debía ser cosa del azar, porque pensar lo de Dios no era convincente. Debe haber algo más, algo que justifique mi estancia y me provea de lo que le dé sentido a mi vida , se decía una y otra vez.

Un día conoció a alguien. Alguien muy especial, muy diferente, muy distinto de la gente que habitualmente lo rodeaba: amigos (pocos), compañeros (algunos), familia (la justa), gente en general (para él, demasiados). Era una mujer. Algo que se salía de lo normal. Las circunstancias en las que la conoció fueron extrañas, por inesperadas más que por raras. Se trataba de una chica que fue destinada a su empresa en préstamo de otra, para hacer unos trabajos concretos que, una vez acabados, entregaría y volvería al lugar de donde vino.

Su mirada, su sonrisa, su porte, su sencillez y su inteligencia parecía que brillaban más cuando él coincidía con ella ante la máquina de café. Él, descreído, huraño y permanentemente conflictivo se amansaba dulcemente en su presencia. Se ponía nervioso y no articulaba palabra coherente, al menos hasta que ella le daba conversación y entre los dos fluían temas, opiniones, cumplidos y bondades que, poco a poco, fueron calando en su alma despoblada.

Llegó a pensar si ella era lo que estaba buscando, el motivo que justificase su vida en el mundo, su nacimiento y quizá también su muerte. Pensó si la presencia de ella en su vida era lo suficientemente importante como para dejarlo todo –poco tenía- y dedicarse a cuidarla, amarla y vivirla como empezaba a sentir y deseaba.

Pero había muchas y poderosas razones mundanas que impedían su unión con ella: estaba casada, tenía hijos, era más joven, y, además, posiblemente no le amase. Le caía bien, pero amarle, no.

Entonces supo qué es lo que tenía que pedirle a la vida, al mundo, aun a sabiendas de que no se lo darían: le pediría poder estructurar el tiempo y el espacio como él quisiera, colocar los lugares y los días como un puzzle creando la figura necesaria. Creando un cuadro multipiezas donde encajaran él y ella, en el mismo lugar y en el momento adecuado, con edades complementarias. No pedía que ella le amase. Solo pedía poder organizar el mundo en tiempo y lugar para darle la oportunidad a la vida de que ella se enamorase de él.

Nada ni nadie contestó a su llamado. La vida siguió discurriendo como hasta entonces, ofreciendo todas las cortapisas y obstáculos habituales; las conversaciones entre los dos, sin embargo, eran cada vez más dulces, más tiernas, más estimulantes, pero un día… ella acabó su trabajo, lo entregó y se marchó de su lado para siempre.

21.1.09

Dulce despertar

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Sonó, como cada día de esos que llaman ‘hábiles’ (como si los sábados y festivos fueran días inútiles e ineptos dignos de ser sacados del calendario) el despertador a las cinco y treinta y cinco de la mañana. Hiciera frío o calor, nevara o estuviera amaneciendo, esa era la hora que marcaba para él el comienzo de la jornada.

Cada día, al oír el desagradable soniquete, abría los ojos y se preguntaba dónde estaba. Nada más absurdo, pensaba después, pero en ese momento parecía que su cuerpo y su alma hubieran despertado en un lugar ajeno al que le recogió la noche anterior. Nunca, desde que recuerda –y presumía de tener buena memoria- sonó la alarma y se vió en su cama y en su casa. Turbado, cada madrugada (que así consideraba él a las cinco-y-treinta-y-cinco-de-la-mañana) su despertar lo situaba fuera de su aposento, unas veces en pleno campo, acostado al raso, otras en una cabaña sobre un colchón de paja, otras en la habitación de un hotel de cinco estrellas. Cada día le ofrecía un nuevo despertar fuera de sí y en un lugar distinto cada vez. Por la noche, al acostarse, sabía que a la mañana siguiente le ocurriría lo mismo de nuevo, pero era algo absolutamente inevitable y que pasaría pronto.

No ocurría así los sábados, ni los domingos, ni las fiestas de guardar ni tampoco las paganas. El suceso se limitaba a los días de trabajo, como para darse el placer de confundirle en el comienzo y dejarlo atontado para todo el día.

Un día se despertó y amaneció sobre una piel de oso blanco, en el suelo, junto a la chimenea, en el salón de una casa a las afueras de Madrid. Abrazada a él, desnuda, se cobijaba bajo una cálida manta de fibra una mujer que no era la suya (se dió cuenta enseguida porque su mujer nunca se desnudaba para dormir. Ni para casi nada). Sabiendo que a los pocos minutos volvería a su ser, a la realidad del despertador reincidente y a la presencia de Elvira, su mujer, a su diestra embutida en su pijama de franela, intentó por todos los medios mantener viva la situación en la que estaba, arropado cálidamente por los brazos de la joven que dormía a su lado a pierna suelta.

Tanto esfuerzo mental hizo, que sus ojos abiertos se quedaron sin ver, clavados en el techo de su habitación. A su alrededor se oía el crepitar del fuego de la chimenea y en su cuerpo sentía el calor de la otra piel. Sabía que no podía mantener por mucho tiempo esa escena en su mente que vivía como si fuera real y disfrutaba como un regalo de ese día.

Esfumada la ensoñación, quiso con su mano derecha tocar el cuerpo de Elvira, sentirla y luego levantar la manta y levantarse él. En ese momento fue cuando comprendió que nunca había estado casado, que hacía años que se había jubilado y que pronto vendría la enfermera de la residencia a darle la medicina.

19.1.09

La lápida de Dora

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No habíamos llegado ni siquiera al portal cuando ella quiso que la besara. A mi esa mujer me atraía, pero no suelo ir besando a chicas que acabo de conocer. No sé, yo soy muy mío para esas cosas, y no voy repartiendo besos a diestro y siniestro sin un conocimiento previo de la persona. Pareceré pacato, pero así es. Además, las condiciones en que la conocí tampoco eran muy normales, quiero decir, que no eran las habituales en las que un hombre y una mujer se conocen. Del típico “¿tienes fuego?” o aquél “tienes el bolso abierto, ten cuidado, hay mucho ratero por aquí” a éste “Mira, tienes mucho tipos de lápidas. Dime qué idea tienes y te aconsejaré” había un abismo.

Todo ocurrió la tarde en que tuve que elegir, en un marmolista junto al cementerio, el tipo de lápida que habría que ponerle al nicho de Dora. Dora fue la tata que nos cuidó de pequeños, que vivió en la casa desde que teníamos uso de razón mi hermano y yo, la persona que incluso sobrevivió a nuestros padres. Vivía, casi con 90 años, en la casa de ellos, porque dónde iba a ir la pobre mujer tras la muerte de papá y mamá.

A mi siempre me dio un cierto repelús esa mujer, a la que, confieso, nunca llegué a apreciar tanto como lo hizo mi hermano. Siempre me tachó de huraño para con ella, pero la verdad es que nunca pude soportar la mirada vítrea, sin expresión, de su ojo derecho. Perdió el ojo en circunstancias nunca aclaradas, de joven, y eso, según contaba, le impidió dedicarse a tareas más altas, obligándola a cuidar niños como nosotros. Años más tarde, un joyero conocido le talló un ojo de cristal de roca perfectamente pulido y con un iris de color parecido al castaño de su ojo sano. En la parte trasera de la esfera, justo donde se supone que conectaba con el nervio óptico, el joyero grabó las iniciales D. F. V., Dora Fernández Vázquez, como si fuera un marchamo de identidad. Dora, especialmente conmigo tenía una guerra abierta porque yo siempre me negaba a besarla. Dije repelús, pero quería decir asco. Y eso le molestaba sobremanera.

La mujer del lapidario tenía una mirada parecida. Era hermosa, entrada en carnes pero no lo que llamamos gruesa. Dicharachera, se diría que le gustaba flirtear con todo aquel que pudiera ofrecerle un poco de cariño, tan falto de él parecía estar. El marmolista, su marido, hacía tiempo que lo más enhiesto que tenía era el cincel con el que tallaba "D.O.M." y otros acrónimos latinos; se ve que la gelidez de la piedra de mármol se le hubiera traspasado al cuerpo y al alma.

Como quiera que, una vez encargada la lápida debía dar una señal para que se iniciase el trabajo, le ofrecí a la mujer acercarme a casa por dinero para hacerle la entrega, ya que no vivía excesivamente lejos del camposanto. Ella, en un arrebato de lujuria contenida se ofreció a acompañarme a casa para recibir el pago, a lo que, azorado, no pude negarme, no sin quitar la mirada del marmolista, que blandía la machota en su mano diestra, por ver su reacción a la propuesta, no fuera a suponer lo que yo no quería pero ella sí.

Gran zalamera, durante todo el paseo estuvo la mujer arrimándose a mi y lanzándome indirectas de gran sensualidad que mi cortedad y mi timidez no acertaban a responder. Fue cuando llegamos cerca del portal de mi casa que quiso besarme. Yo no sabía donde meterme, y al final, ya bastante excitado, le cogí de una mano y entramos en el portal. Se abalanzó sobre mí, de tal mala manera, que todas sus carnes tropezaron con la esquina de los buzones y cayó redonda al suelo. A la par, se oyó un tintineo sobre el mármol del descansillo, y algo parecido a una canica botó una y otra vez hasta pararse junto a la puerta del ascensor. Me quedé turbado, atónito, la miré y la ví tapándose la cara con las manos. No sé porqué preferí acercarme a recoger la bola de cristal antes que ayudarla a ella. Al levantarla, comprobé que se trataba de un ojo, un ojo de color marrón en cuya parte de atrás estaban grabadas las iniciales D.F.V. Inmediatamente volví la cara hacía la mujer, pero… en el portal ya no había nadie.

16.1.09

El despacho


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Tenía que llegar el triste momento en el que tuviera que revisar sus cosas y ver qué hacía con ellas. Su despacho estaba repleto de papeles, cartas, carpetas, dibujos y libros, todos los que asomaban a su biblioteca y todos los objetos que yo conocía desde niño, porque los había tenido entre mis manos o porque me los había enseñado él.

No recuerdo haber llorado su muerte más de dos o tres veces. Las justas, creo yo, porque la tristeza por la pérdida se había alojado demasiado honda y no le permitía a los ojos derramar lágrimas más que las necesarias. No llorar, no querer llorar, parecía en cierto modo un homenaje a él mismo; era una manera de decirle “no te has ido, no tengo, pues, porqué llorar”, y en verdad que así se ha mantenido su memoria durante mucho tiempo.

Con lentitud, de manera silenciosa y casi ritual, abrí lo cajones de su mesa. Allí, en el de arriba, estaba aquella caja de puros de madera reconvertida en plumier, donde guardaba un sello de caucho con su nombre, una cinta de máquina de escribir Pelikan, una caja de aluminio con chinchetas del número 2, cuatro cajas de grapas El Casco, dos barritas de lacre rojas y dos pinzas metálica sujetapapeles. Culminaba el tesoro un conjunto de tres gomas de borrar gastadas, de esas con una parte blanda y otra dura, para la máquina de escribir. Mi padre tenía verdadera pasión por estas cajitas de puros que de manera tan eficaz preservaban del paso del tiempo y de las manos de su hijo su preciado contenido.

En otra cajita de cartón, manchada por el paso del tiempo y por las huellas de grafito y lápices de colores, cajita de Jabón Flores del Campo, mi padre albergaba difuminos de diferentes calibres y tamaños, los que empleaba en sus dibujos, y un escalpelo de mango metálico con el que recortaba las fotos e imágenes que le parecían sugerentes de los diarios y las revistas que compraba.

El cajón inferior me deparó una sorpresa. Había encontrado la llave que lo abría en su llavero, un llavero que me produjo una infinita tristeza tener entre mis manos, ya que comprendí que ya nunca más tintinearían sus llaves como cuando llegaba a casa. Saqué la llavecita del aro cromado y me dispuse a abrir lo que para mí siempre había sido un verdadero cofre sagrado, un arca misteriosa a la que nunca tuve acceso.

Dentro, una carpeta verde, de gomillas, era su único huésped. La abrí y en ella reposaban dos entradas para un combate de lucha libre y una etiqueta ocre por el tiempo, de esas que se colgaban para identificar los objetos y a veces las personas, en la que se leía, en una cara, escrito con pluma y en tinta negra: “Entregar a J.S.S. de Alicante. Remite: José Miguel Prat de la Riba. Igualada”, y en el envés, con una letra muy cuidada y a modo de poema surrealista, el siguiente texto:

Dos huevos
Grasa de tocino
Un melocotón
Dos latas de sardinas
Pan y carne
Plátanos.

Repartíroslo con el joven Falquet que porta este encargo.

Eso era todo. ¿Porqué mi padre guardaba con tanto celo semejantes objetos? ¿Porqué todo un cajón con llave para dos entradas y una etiqueta roída por el tiempo? ¿Qué preciado tesoro formaban esos tres viejos papeles para él? Alguna razón debía de haber, pero mi mente no alcanzaba a comprenderla.

Dos días más tarde, cuando mi madre volvió a casa, no me atreví a preguntarle por mi hallazgo. Su tristeza no había mermado un ápice y no quería aumentársela con las pertenencias íntimas de mi padre. Además, no tenía ni idea de si mi madre conocía el contenido de ese cajón y preferí no referirme a él. A ella no la había visto nunca hurgar en su mesa del despacho, que, como para mí, era terreno absolutamente vedado.

-Hijo, habrá que mandar esas esquelas que nos ha dado El Ocaso para comunicar lo de papá.
-Sí, mamá…¿a quien quieres que se las mande?
-A la familia directa no, que ya todos lo saben. En realidad, solo a tres personas, los mejores amigos de tu padre.
-¿Amigos? Yo no le conocí a papá grandes amigos, mamá. Él tenía pocos, ninguno especial.
-Tenía pocos aquí, pero no fuera. Toma nota: –dijo abriendo una pequeña libreta

-José Miguel Prat de la Riba. Cementerio de Igualada. Igualada.
-Eusebio Falquet Miró. Cementerio de Alicante. Alicante.
-Josep Llopis Valqueró. Panteón de la Federación de Luchadores. Cementerio de Valencia. Valencia.
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13.1.09

Una estampa veraniega

Cuadro de Lorenzo Saval


La contemplación de ese cuadro siempre me había provocado una sensación especial.

Llevaba allí desde que mi padre lo colocó, años atrás, sobre esa pared del salón, y curiosamente resistió los embates del tiempo… y de mi madre, que periódicamente se lanzaba a la feliz tarea de cambiar los muebles de la casa sin razón aparente. Un sillón aquí, una lámpara allá, la foto de la abuela en esta otra pared.. … todo el mobiliario sufría una metamorfosis tal que, a veces, cuando llegaba a casa, pensaba que me había equivocado de domicilio, aunque enseguida caía en la cuenta de los trabajos mutantes de mi madre.

Ese cuadro aguantó todo eso. Nunca fue movido ni cuestionado su emplazamiento. Y a mi eso me intrigó durante mucho tiempo. Se lo regaló un pintor a mi padre que conoció en uno de sus viajes como representante de jabones. Mi padre viajaba mucho y la soledad itinerante que lo acompañaba hacía que, a menudo, entablase conversación con quien se pusiera en su camino, unas veces para convertirlo en sparring de sus teorías sobre la evolución y su oposición al creacionismo bíblico, otras para ser objeto de su máximo interés, siempre con la intención de ayudar y ejercer sobre el recién desconocido un efecto benéfico.

Sea como fuere, este pintor regaló a mi padre ese cuadro. El regalo debió ser el producto de una larga conversación sobre Arte, sobre las vanguardias y sobre el impresionismo, temas que mi padre dominaba bien; no obstante, en materia de arte mi padre nunca fue dogmático –realmente en ninguna materia-; vehemente, quizá. En el cuadro, de estilo realista, figurativo, se representaba una ventana abierta al mar, sobre el que evolucionaban barcas de remos que se movían cercanas a la orilla de una playa, con una arena caliente por el sol y sembrada de dos sombrillas de colores. El color, la luminosidad, la viveza de la imagen, su perfección técnica y su plasticidad te transportaban a un mundo idílico que prometía felicidad, bienestar y bonanza, unas sensaciones, en fin, como las que sienten los que han trabajado duro tras un largo tiempo y arriban a su lugar de veraneo, contemplando las maravillas que en su estancia en la costa les esperan.

Un día que me encontraba solo en casa, ya muerto mi padre y ausente mi madre, me quedé mirando el cuadro. De pié, parado ante él, observaba cada detalle, cada ola de la mar, cada mano en los remos de las barcas, cada rayo de sol rielando sobre el agua azul que bañaba la playa. De pronto… me acerqué un poco más, observé por los lados, y acerqué mi mano al marco que lo cuadraba. Algo extraño estaba a punto de ocurrir… Con cuidado, descolgué el marco de la pared y ya en mi mano pude comprobar que nada enmarcaba, que estaba vacío… La pared lisa presentaba la señal que el tiempo había marcado en su superficie, pero ni rastro de la imagen, el mar o la playa. Estupefacto, volví a colocar el cuadro sobre la alcayata oxidada, y como por arte de magia aparecieron de nuevo los barcos, el mar y el sol iluminando la playa. Lo descolgué otra vez. Y otra vez se sucedió el milagro del marco vacío, que solo recobraba su contenido cuando era colgado de nuevo. Mi padre siempre me dijo que ese pintor tenía algo especial, pero nunca pensé que se refiriese a la invisibilidad de su creación cuando no estaba en su medio, la pared.

No quise realizar la operación una vez más. Pensé que nunca debí haber movido ese cuadro y que nunca entendería el porqué de esas desapariciones en mis manos, sentí como si hubiera traicionado la misión del cuadro allí y el respeto ambulatorio de mi madre. Cuando ella volvió me encontró aún fascinado en el salón contemplando la ventana abierta y los barcos navegando. Nunca le pregunté nada, pero ahora entendí porqué nunca fuimos de vacaciones a la playa.

4.1.09

En los colegios de hoy

-Bueno, María, ya sabes. Este año no vamos a hacer la revistilla del colegio que hicimos años atrás. El Jefe de Estudios ha dado un curso de diseño de páginas web y está terminando la del Centro. En ella vamos a incluir las fotos de las fiestas de Navidad, del teatrillo y del Belén viviente.

María miró a los ojos del director del colegio y se sonrió. Estaban a primeros de diciembre y la idea de no tener que hacer la revistilla le pareció estupenda, por el trabajo que le había dado los últimos años. Esta vez parece ser que sería el Jefe de Estudios quien se encargase. ¡Ya estaba bien de tocarse las narices durante todo el año, que haga algo por una vez¡, pensó.

Al día siguiente, al finalizar la clase de inglés, María corrió al despacho del director. Uno de los alumnos venía de casa con una noticia importante: sus padres no querían que sus hijos –dos en el Centro- aparecieran en las fotografías que iban a poner en la página web del Colegio. Sí querían que los niños participasen en todos los eventos que se convocaran, pero sus imágenes no debían salir. Por proteger a los menores, decían. Se ve que habían visto en la tele los cuadraditos esos que ponen en la cara de los infantes cuando salen en las fotos con los padres, famosillos o no. Y aunque –creía María- los padres no debían tener muy claro de qué y cómo ese pixelado protegía a los niños, el caso es que esos padres no querían ser menos y no querían fotos de sus hijos en la web.

Con ello, a la dirección del colegio se le planteó un dilema grande: ¿Habría que recabar información de los padres a ver si querían o no querían que sus hijos salieran en la web? ¿Podrían los padres demandar al Centro si aparecían en la web vestidos de pastorcillos sin su permiso? Inmediatamente el director se puso manos a la obra. Reunió a los profesores y les informó de que se iba a proceder a enviar a cada casa, en manos del niño, una nota para los padres firmando la cual éstos aceptaban, o no, que sus hijos fueran fotografiados en las fiestas navideñas del colegio, en el teatrillo, durante el canto de los villancicos, etc. etc. , y, además, que permitían que tales fotografías fueran insertadas en la nueva página web del Colegio.

Pero claro, se planteaban nuevas dudas: ¿Contestarían todos los padres o, como siempre, habría bastantes que pasarían de rellenar el formulario y no habría manera de saber si otorgaban el permiso o no? Los niños que fueran autorizados a ser fotografiados pero no publicados…¿habría que fotografiarlos solos? Porque en el caso de hacerlo junto a sus compañeros…¿cómo se iba a negar a éstos salir en la web? ¿Habría dado el Jefe de Estudios alguna clase extra de PhotoShop que permitiera manipular las fotografías para pixelizar las caras de los no autorizados? ¿Les molestaría a los sí autorizados aparecer en la web junto a compañeros con la cara hecha cuadritos?

Como en una reciente entrada en este blog “Desventajas de ser políticamente correctos”, esta cuestión que hoy relato plantea un problema parecido. Si bien la sucesión de emails sobre la cena de empresa de navidad era un simpático dislate que nos hizo reír, la cuestión planteada en este colegio público es absolutamente real y me llega de fuentes fidedignas, y os digo: al director del colegio esta cuestión no le hizo ni pizca de gracia, como no le hace gracia la impotencia a la que los profesores y maestros se enfrentan a la hora de educar a los hijos de unos padres que son los que realmente necesitan educación. Más de uno preferiría darle clases a los padres antes que a los hijos, por aquello de que así su trabajo serviría a quien de verdad necesita educarse en los valores de los que carecen.

Sin embargo, estos padres… siguen conectándose a Telecinco.

1.1.09

Théo...!va por tí¡

Alejado de mi ciudad por unos días debido a la muerte inesperada de un familiar, de la generación anterior a la mía, me reincorporo de nuevo a mi vida rutinaria deseándoos a los que habitualmente recorréis este blog y a los que de manera esporádica recaláis en él, que este año que empieza hoy os trate bien, os dé salud y ganas para vivirla intensamente sin derrocharla.

Mi ánimo está mejor de lo que esperaba –ya conocéis mi secular aversión al tema tanatológico- porque viví todo el proceso al que asistí con unos ojos nuevos, más serenos, más resignados. Ha sido una prueba para mí y creo que la he superado.

A ello ha contribuido, naturalmente, la presencia en casa de mi nieto Théo, que con su vigor y sus incipientes sonrisas que reparte a diestro y siniestro, alegran la vida y dan fuerzas renovadas a quien le rodea y ama.

Así que este año 2009…!va por él¡

Vuestro,
Internautilus.